Primero sueño no es el poema del conocimiento como un vano sueño sino el poema del acto de conocer. Ese acto adopta la forma del sueño, no en el sentido vulgar de la palabra sueño ni en el de ilusión irrealizable, sino en el de viaje espiritual […] El viaje —sueño lúcido— no termina en una revelación como en los sueños de la tradición del hermetismo y el neoplatonismo, en verdad el poema no termina: el alma titubea, se mira en Faetón y, en esto, el cuerpo despierta. Épica del acto de conocer, el poema es también la confesión de las dudas y las luchas del Entendimiento. Es una confesión que termina en un acto de fe: no en el saber sino en el afán de saber.
Octavio Paz.
Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. México: Fondo de Cultura Económica, 1982, págs. 498-499.
Primero Sueño
Sor Juana Inés de la Cruz
(Juana de Asbaje y Ramírez)
Piramidal, funesta, de la tierra
nacida sombra, al Cielo encaminaba
de vanos obeliscos punta altiva,
escalar pretendiendo las Estrellas;
si bien sus luces bellas
–exentas siempre, siempre rutilantes–
la tenebrosa guerra
que con negros vapores le intimaba
la pavorosa sombra fugitiva
burlaban tan distantes,
que su atezado ceño
al superior convexo aun no llegaba
del orbe de la Diosa
que tres veces hermosa
con tres hermosos rostros ser ostenta,
quedando sólo o dueño
del aire que empañaba
con el aliento denso que exhalaba;
y en la quietud contenta
de imperio silencioso,
sumisas sólo voces consentía
de las nocturnas aves,
tan obscuras, tan graves,
que aun el silencio no se interrumpía.
Con tardo vuelo y canto, del oído
mal, y aun peor del ánimo admitido,
la avergonzada Nictimene acecha
de las sagradas puertas los resquicios,
o de las claraboyas eminentes
los huecos más propicios
que capaz a su intento le abren brecha,
y sacrílega llega a los lucientes
faroles sacros de perenne llama,
que extingue, si no infama,
en licor claro la materia crasa
consumiendo, que el árbol de Minerva
de su fruto, de prensas agravado,
congojoso sudó y rindió forzado.
Y aquellas que su casa
campo vieron volver, sus telas hierba,
a la deidad de Baco inobedientes,
–ya no historias contando diferentes,
en forma sí afrentosa transformadas–,
segunda forman niebla,
ser vistas aun temiendo en la tiniebla,
aves sin pluma aladas:
aquellas tres oficïosas, digo,
atrevidas Hermanas,
que el tremendo castigo
de desnudas les dio pardas membranas
alas tan mal dispuestas
que escarnio son aun de las más funestas:
éstas, con el parlero
ministro de Plutón un tiempo, ahora
supersticioso indicio al agorero,
solos la no canora
componían capilla pavorosa,
máximas, negras,longas entonando,
y pausas más que voces, esperando
a la torpe mensura perezosa
de mayor proporción tal vez, que el viento
con flemático echaba movimiento,
de tan tardo compás, tan detenido,
que en medio se quedó tal vez dormido.
Éste, pues, triste son intercadente
de la asombrada turba temerosa,
menos a la atención solicitaba
que al sueño persuadía;
antes sí, lentamente,
su obtusa consonancia espaciosa
al sosiego inducía
y al reposo los miembros convidaba,
–el silencio intimando a los vivientes,
uno y otro sellando labio obscuro
con indicante dedo,
Harpócrates, la noche, silencioso;
a cuyo, aunque no duro,
si bien imperïoso
precepto, todos fueron obedientes–.
El viento sosegado, el can dormido,
éste yace, aquél quedo
los átomos no mueve,
con el susurro hacer temiendo leve,
aunque poco, sacrílego ruïdo,
violador del silencio sosegado.
El mar, no ya alterado,
ni aun la instable mecía
cerúlea cuna donde el Sol dormía;
y los dormidos, siempre mudos, peces,
en los lechos lamosos
de sus obscuros senos cavernosos,
mudos eran dos veces;
y entre ellos, la engañosa encantadora
Alcione, a los que antes
en peces transformó, simples amantes,
transformada también, vengaba ahora.
En los del monte senos escondidos,
cóncavos de peñascos mal formados
–de su aspereza menos defendidos
que de su obscuridad asegurados–,
cuya mansión sombría
ser puede noche en la mitad del día,
incógnita aun al cierto
montaraz pie del cazador experto,
–depuesta la fiereza
de unos, y de otros el temor depuesto–
yacía el vulgo bruto,
a la Naturaleza
el de su potestad pagando impuesto,
universal tributo;
y el Rey, que vigilancias afectaba,
aun con abiertos ojos no velaba.
El de sus mismos perros acosado,
monarca en otro tiempo esclarecido,
tímido ya venado,
con vigilante oído,
del sosegado ambiente
al menor perceptible movimiento
que los átomos muda,
la oreja alterna aguda
y el leve rumor siente
que aun le altera dormido.
Y en la quietud del nido,
que de brozas y lodo, instable hamaca,
formó en la más opaca
parte del árbol, duerme recogida
la leve turba, descansando el viento
del que le corta, alado movimiento.
De Júpiter el ave generosa
–como al fin Reina–, por no darse entera
al descanso, que vicio considera
si de preciso pasa, cuidadosa
de no incurrir de omisa en el exceso,
a un solo pie librada fía el peso
y en otro guarda el cálculo pequeño
–despertador reloj del leve sueño–,
porque, si necesario fue admitido,
no pueda dilatarse continuado,
antes interrumpido
del regio sea pastoral cuidado.
¡Oh de la Majestad pensión gravosa,
que aun el menor descuido no perdona!
Causa, quizá, que ha hecho misteriosa,
circular, denotando, la corona,
en círculo dorado,
que el afán es no menos continuado.
El sueño todo, en fin, lo poseía;
todo, en fin, el silencio lo ocupaba:
aun el ladrón dormía;
aun el amante no se desvelaba.
El conticinio casi ya pasando
iba, y la sombra dimidiaba, cuando
de las diurnas tareas fatigados,
–y no sólo oprimidos
del afán ponderoso
del corporal trabajo, mas cansados
del deleite también, (que también cansa
objeto continuado a los sentidos
aun siendo deleitoso:
que la Naturaleza siempre alterna
ya una, ya otra balanza,
distribuyendo varios ejercicios,
ya al ocio, ya al trabajo destinados,
en el fiel infïel con que gobierna
la aparatosa máquina del mundo)–;
así, pues, de profundo
sueño dulce los miembros ocupados,
quedaron los sentidos
del que ejercicio tienen ordinario,
–trabajo en fin, pero trabajo amado
si hay amable trabajo–,
si privados no, al menos suspendidos,
y cediendo al retrato del contrario
de la vida, que–lentamente armado–
cobarde embiste y vence perezoso
con armas soñolientas,
desde el cayado humilde al cetro altivo,
sin que haya distintivo
que el sayal de la púrpura discierna:
pues su nivel, en todo poderoso,
gradúa por exentas
a ningunas personas,
desde la de a quien tres forman coronas
soberana tiara,
hasta la que pajiza vive choza;
desde la que el Danubio undoso dora,
a la que junco humilde, humilde mora;
y con siempre igual vara
(como, en efecto, imagen poderosa
de la muerte) Morfeo
el sayal mide igual con el brocado.
El alma, pues, suspensa
del exterior gobierno,–en que ocupada
en material empleo,
o bien o mal da el día por gastado–,
solamente dispensa
remota, si del todo separada
no, a los de muerte temporal opresos
lánguidos miembros, sosegados huesos,
los gajes del calor vegetativo,
el cuerpo siendo, en sosegada calma,
un cadáver con alma,
muerto a la vida y a la muerte vivo,
de lo segundo dando tardas señas
el del reloj humano
vital volante que, si no con mano,
con arterial concierto, unas pequeñas
muestras, pulsando, manifiesta lento
de su bien regulado movimiento.
Este, pues, miembro rey y centro vivo
de espíritus vitales,
con su asociado respirante fuelle
–pulmón, que imán del viento es atractivo,
que en movimientos nunca desiguales
o comprimiendo ya, o ya dilatando
el musculoso, claro arcaduz blando,
hace que en el resuelle
el que le circunscribe fresco ambiente
que impele ya caliente,
y él venga su expulsión haciendo activo
pequeños robos al calor nativo,
algún tiempo llorados,
nunca recuperados,
si ahora no sentidos de su dueño,
que, repetido, no hay robo pequeño–;
éstos, pues, de mayor, como ya digo,
excepción, uno y otro fiel testigo,
la vida aseguraban,
mientras con mudas voces impugnaban
la información, callados, los sentidos
–con no replicar sólo defendidos–,
y la lengua que, torpe, enmudecía,
con no poder hablar los desmentía.
Y aquella del calor más competente
científica oficina,
próvida de los miembros despensera,
que avara nunca y siempre diligente,
ni a la parte prefiere más vecina
ni olvida a la remota,
y en ajustado natural cuadrante
las cuantidades nota
que a cada cuál tocarle considera,
del que alambicó quilo el incesante
calor, en el manjar que–medianero
piadoso–entre él y el húmedo interpuso
su inocente substancia,
pagando por entero
la que, ya piedad sea, o ya arrogancia,
al contrario voraz necio lo expuso,
–merecido castigo, aunque se excuse,
al que en pendencia ajena se introduce–;
ésta, pues, si no fragua de Vulcano,
templada hoguera del calor humano,
al cerebro envïaba
húmedos, más tan claros los vapores
de los atemperados cuatro humores,
que con ellos no sólo no empañaba
los simulacros que la estimativa
dio a la imaginativa
y aquésta, por custodia más segura,
en forma ya más pura
entregó a la memoria que, oficiosa,
grabó tenaz y guarda cuidadosa,
sino que daban a la fantasía
lugar de que formase
imágenes diversas. Y del modo
que en tersa superficie, que de Faro
cristalino portento, asilo raro
fue, en distancia longísima se vían
(sin que ésta le estorbase)
del reino casi de Neptuno todo
las que distantes le surcaban naves,
–viéndose claramente
en su azogada luna
el número, el tamaño y la fortuna
que en la instable campaña transparente
arresgadas tenían,
mientras aguas y vientos dividían
sus velas leves y sus quillas graves–:
así ella, sosegada, iba copiando
las imágenes todas de las cosas,
y el pincel invisible iba formando
de mentales, sin luz, siempre vistosas
colores, las figuras
no sólo ya de todas las criaturas
sublunares, más aun también de aquéllas
que intelectuales claras son Estrellas,
y en el modo posible
que concebirse puede lo invisible,
en sí, mañosa, las representaba
y al Alma las mostraba.
La cual, en tanto, toda convertida
a su inmaterial Ser y esencia bella,
aquella contemplaba,
participada de alto Ser, centella
que con similitud en sí gozaba;
y juzgándose casi dividida
de aquella que impedida
siempre la tiene, corporal cadena,
que grosera embaraza y torpe impide
el vuelo intelectual con que ya mide
la cuantidad inmensa de la Esfera,
ya el curso considera
regular, con que giran desiguales
los cuerpos celestiales,
–culpa si grave, merecida pena
(torcedor del sosiego, riguroso)
de estudio vanamente judicioso–,
puesta, a su parecer, en la eminente
cumbre de un monte a quien el mismo Atlante
que preside gigante
a los demás, enano obedecía,
y Olimpo, cuya sosegada frente
nunca de aura agitada
consintió ser violada,
aun falda suya ser no merecía:
pues las nubes:–que opaca son corona
de la más elevada corpulencia,
del volcán más soberbio que en la tierra
gigante erguido intima al cielo guerra–,
apenas densa zona
de su altiva eminencia,
o a su vasta cintura
cíngulo tosco son, que–mal ceñido–
o el viento lo desata sacudido,
o vecino el calor del Sol lo apura.
A la región primera de su altura,
(ínfima parte, digo, dividiendo
en tres su continuado cuerpo horrendo),
el rápido no pudo, el veloz vuelo
del águila–que puntas hace al Cielo
y al Sol bebe los rayos pretendiendo
entre sus luces colocar su nido–
llegar; bien que esforzando
más que nunca el impulso, ya batiendo
las dos plumadas velas, ya peinando
con las garras el aire, ha pretendido,
tejiendo de los átomos escalas,
que su inmunidad rompan sus dos alas.
Las Pirámides dos–ostentaciones
de Menfis vano y de la Arquitectura
último esmero, si ya no pendones
fijos, no tremolantes–, cuya altura
coronada de bárbaros trofeos
tumba y bandera fue a los Ptolomeos,
que al viento, que a las nubes publicaba
(si ya también al Cielo no decía)
de su grande, su siempre vencedora
ciudad–ya Cairo ahora–
las que, porque a su copia enmudía,
la Fama no cantaba.
Gitanas glorias, Ménficas proezas,
aun en el viento, aun en el Cielo impresas:
éstas,–que en nivelada simetría
su estatura crecía
con tal diminución, con arte tanto,
que (cuanto más al Cielo caminaba)
a la vista, que lince la miraba,
entre los vientos se desparecía,
sin permitir mirar la sutil punta
que al primer orbe finge que se junta,
hasta que fatigada del espanto,
no descendida, sino despeñada
se hallaba al pie de la espaciosa basa,
tarde o mal recobrada
del desvanecimiento
que pena fue no escasa
del visüal alado atrevimiento–,
cuyos cuerpos opacos
no al Sol opuestos, antes avenidos
con sus luces, si no confederados
con él (como, en efecto, confinantes),
tan del todo bañados
de su resplandor eran, que –lucidos–
nunca de calorosos caminantes
al fatigado aliento, a los pies flacos,
ofrecieron alfombra
aun de pequeña, aun de señal de sombra
éstas, que glorias ya sean Gitanas,
o elaciones profanas,
bárbaros jeroglíficos de ciego
error, según el Griego
ciego también, dulcísimo Poeta,
–si ya, por las que escribe
Aquileyas proezas
o marciales de Ulises sutilezas,
la unión no le recibe
de los Historiadores, o le acepta
(cuando entre su catálogo le cuente)
que gloria más que número le aumente–,
de cuya dulce serie numerosa
fuera más fácil cosa
al temido Tonante
el rayo fulminante
quitar, o la pesada
a Alcides clava herrada,
que un hemistiquio sólo
de los que le dictó propicio Apolo:
según de Homero, digo, la sentencia,
las Pirámides fueron materiales
tipos solos, señales exteriores
de las que, dimensiones interiores,
especies son del Alma intencionales:
que como sube en piramidal punta
al Cielo la ambiciosa llama ardiente,
así la humana mente
su figura trasunta,
y a la Causa Primera siempre aspira,
–céntrico punto donde recta tira
la línea, si ya no circunferencia,
que contiene, infinita, toda esencia–.
éstos, pues, Montes dos artificiales
(bien maravillas, bien milagros sean),
y aun aquella blasfema altiva Torre
de quien hoy dolorosas son señales
–no en piedras, sino en lenguas desiguales,
porque voraz el tiempo no las borre–
los idiomas diversos que escasean
el socïable trato de las gentes
(haciendo que parezcan diferentes
los que unos hizo la Naturaleza,
de la lengua por sólo la extrañeza),
si fueran comparados
a la mental pirámide elevada
donde, sin saber cómo, colocada
el Alma se miró, tan atrasados
se hallaran, que cualquiera
gradüara su cima por Esfera:
pues su ambicioso anhelo,
haciendo cumbre de su propio vuelo,
en la más eminente
la encumbró parte de su propia mente,
de sí tan remontada, que creía
que a otra nueva región de sí salía.
En cuya casi elevación inmensa,
gozosa mas suspensa,
suspensa pero ufana,
y atónita aunque ufana, la suprema
de lo sublunar Reina soberana,
la vista perspicaz, libre de anteojos,
de sus intelectuales bellos ojos,
(sin que distancia tema
ni de obstáculo opaco se recele,
de que interpuesto algún objeto cele),
libre tendió por todo lo crïado:
cuyo inmenso agregado,
cúmulo incomprehensible,
aunque a la vista quiso manifiesto
dar señas de posible,
a la comprehensión no, que–entorpecida
con la sobra de objetos, y excedida
de la grandeza de ellos su potencia–,
retrocedió cobarde.
Tanto no, del osado presupuesto,
revocó la intención, arrepentida,
la vista que intentó descomedida
en vano hacer alarde
contra objeto que excede en excelencia
las líneas visuales,
–contra el Sol, digo, cuerpo luminoso,
cuyos rayos castigo son fogoso,
que fuerzas desiguales
despreciando, castigan rayo a rayo
el confïado, antes atrevido
y ya llorado ensayo,
(necia experiencia que costosa tanto
fue, que ícaro ya, su propio llanto
lo anegó enternecido)–,
como el entendimiento, aquí vencido
no menos de la inmensa muchedumbre
(de tanta maquinosa pesadumbre
de diversas especies, conglobado
esférico compuesto),
que de las cualidades
de cada cual, cedió; tan asombrado,
que–entre la copia puesto,
pobre con ella en las neutralidades
de un mar de asombros, la elección confusa–,
equivocó las ondas zozobraba;
y por mirarlo todo, nada vía,
ni discernir podía
(bota la facultad intelectiva
en tanta, tan difusa
incomprehensible especie que miraba
desde el un eje en que librada estriba
la máquina voluble de la Esfera,
al contrapuesto polo)
las partes, ya no solo,
que al universo todo considera
serle perfeccionantes,
a su ornato, no mas, pertenecientes;
Mas ni aun las que integrantes
miembros son de su cuerpo dilatado,
proporcionadamente competentes.
Mas como al que ha usurpado
diuturna obscuridad, de los objetos
visibles los colores,
si súbitos le asaltan resplandores,
con la sobra de luz queda más ciego
–que el exceso contrarios hace efectos
en la torpe potencia, que la lumbre
del Sol admitir luego
no puede por la falta de costumbre–,
y a la tiniebla misma, que antes era
tenebroso a la vista impedimento,
de los agravios de la luz apela,
y una vez y otra con la mano cela
de los débiles ojos deslumbrados
los rayos vacilantes,
sirviendo ya–piadosa medianera—
la sombra de instrumento
para que recobrados
por grados se habiliten,
porque después constantes
su operación más firmes ejerciten,
–recurso natural, innata ciencia
que confirmada ya de la experiencia,
maestro quizá mudo,
retórico ejemplar, inducir pudo
a uno y otro Galeno
para que del mortífero veneno,
en bien proporcionadas cantidades
escrupulosamente regulando
las ocultas nocivas cualidades,
ya por sobrado exceso
de cálidas o frías,
o ya por ignoradas simpatías
o antipatías con que van obrando
las causas naturales su progreso,
(a la admiración dando, suspendida,
efecto cierto en causa no sabida,
con prolijo desvelo y remirada
empírica atención, examinada
en la bruta experiencia,
por menos peligrosa),
la confección hicieran provechosa,
último afán de la Apolínea ciencia,
de admirable trïaca,
¡que así del mal el bien tal vez se saca!–:
no de otra suerte el Alma, que asombrada
de la vista quedó de objeto tanto,
la atención recogió, que derramada
en diversidad tanta, aun no sabía
recobrarse a sí misma del espanto
que portentoso había
su discurso calmado,
permitiéndole apenas
de un concepto confuso
el informe embrïón que, mal formado,
inordinado caos retrataba
de confusas especies que abrazaba,
–sin orden avenidas,
sin orden separadas,
que cuanto más se implican combinadas
tanto más se disuelven desunidas,
de diversidad llenas–,
ciñendo con violencia lo difuso
de objeto tanto, a tan pequeño vaso,
(aun al más bajo, aun al menor, escaso).
Las velas, en efecto, recogidas,
que fïó inadvertidas
traidor al mar, al viento ventilante,
–buscando, desatento,
al mar fidelidad, constancia al viento–,
mal le hizo de su grado
en la mental orilla
dar fondo, destrozado,
al timón roto, a la quebrada entena,
besando arena a arena
de la playa el bajel, astilla a astilla,
donde–ya recobrado–
el lugar usurpó de la carena
cuerda refleja, reportado aviso
de dictamen remiso:
que, en su operación misma reportado,
más juzgó conveniente
a singular asunto reducirse,
o separadamente
una por una discurrir las cosas
que vienen a ceñirse
en las que artificiosas
dos veces cinco son Categorías:
reducción metafísica que enseña
(los entes concibiendo generales
en sólo unas mentales fantasías
donde de la materia se desdeña
el discurso abstraído)
ciencia a formar de los universales,
reparando, advertido,
con el arte el defecto
de no poder con un intüitivo
conocer acto todo lo crïado,
sino que, haciendo escala, de un concepto
en otro va ascendiendo grado a grado,
y el de comprender orden relativo
sigue, necesitado
del del entendimiento
limitado vigor, que a sucesivo
discurso fía su aprovechamiento:
cuyas débiles fuerzas, la doctrina
con doctos alimentos va esforzando,
y el prolijo, si blando,
continuo curso de la disciplina,
robustos le va alientos infundiendo,
con que más animoso
al palio glorïoso
del empeño más arduo, altivo aspira,
los altos escalones ascendiendo,
–en una ya, ya en otra cultivado
facultad–, hasta que insensiblemente
la honrosa cumbre mira
término dulce de su afán pesado
(de amarga siembra, fruto al gusto grato,
que aun a largas fatigas fue barato),
y con planta valiente
la cima huella de su altiva frente.
De esta serie seguir mi entendimiento
el método quería,
o del ínfimo grado
del ser inanimado
(menos favorecido,
si no más desvalido,
de la segunda causa productiva),
pasar a la más noble jerarquía
que, en vegetable aliento,
primogénito es, aunque grosero,
de Thetis,–el primero
que a sus fértiles pechos maternales,
con virtud atractiva,
los dulces apoyó manantïales
de humor terrestre, que a su nutrimento
natural es dulcísimo alimento–,
y de cuatro adornada operaciones
de contrarias acciones,
ya atrae, ya segrega diligente
lo que no serle juzga conveniente,
ya lo superfluo expele, y de la copia
la substancia más útil hace propia;
y–esta ya investigada–,
forma inculcar más bella
(de sentido adornada,
y aun más que de sentido, de aprehensiva
fuerza imaginativa),
que justa puede ocasionar querella
–cuando afrenta no sea–
de la que más lucida centellea
inanimada Estrella,
bien que soberbios brille resplandores,
–que hasta a los Astros puede superiores,
aun la menor criatura, aun la más baja,
ocasionar envidia, hacer ventaja–;
y de este corporal conocimiento
haciendo, bien que escaso, fundamento,
al supremo pasar maravilloso
compuesto triplicado,
de tres acordes líneas ordenado
y de las formas todas inferiores
compendio misterioso:
bisagra engarzadora
de la que más se eleva entronizada
Naturaleza pura
y de la que, criatura
menos noble, se ve más abatida:
no de las cinco solas adornada
sensibles facultades,
mas de las interiores
que tres rectrices son, ennoblecida,
–que para ser señora
de las demás, no en vano
la adornó Sabia Poderosa Mano–:
fin de Sus obras, círculo que cierra
la Esfera con la tierra,
última perfección de lo criado
y último de su Eterno Autor agrado,
en quien con satisfecha complacencia
Su inmensa descansó magnificencia:
fábrica portentosa
que, cuanto más altiva al Cielo toca,
sella el polvo la boca,
–de quien ser pudo imagen misteriosa
la que águila Evangélica, sagrada
visión en Patmos vio, que las Estrellas
midió y el suelo con iguales huellas,
o la estatua eminente
que del metal mostraba más preciado
la rica altiva frente,
y en el más desechado
material, flaco fundamento hacía,
con que a leve vaivén se deshacía–:
el Hombre, digo, en fin, mayor portento
que discurre el humano entendimiento;
compendio que absoluto
parece al ángel, a la planta, al bruto;
cuya altiva bajeza
toda participó Naturaleza.
¿Por qué? Quizá porque más venturosa
que todas, encumbrada
a merced de amorosa
Unión sería. ¡Oh, aunque repetida,
nunca bastantemente bien sabida
merced, pues ignorada
en lo poco apreciada
parece, o en lo mal correspondida!
Estos, pues, grados discurrir quería
unas veces; pero otras, disentía,
excesivo juzgando atrevimiento
el discurrirlo todo,
quien aun la más pequeña,
aun la más fácil parte no entendía
de los más manüales
efectos naturales;
quien de la fuente no alcanzó risueña
el ignorado modo
con que el curso dirige cristalino
deteniendo en ambages su camino,
–los horrorosos senos
de Plutón, las cavernas pavorosas
del abismo tremendo,
las campañas hermosas,
los Eliseos amenos,
tálamo ya de su triforme esposa,
clara pesquisidora registrando,
(útil curiosidad, aunque prolija,
que de su no cobrada bella hija
noticia cierta dio a la rubia Diosa,
cuando montes y selvas trastornando,
cuando prados y bosques inquiriendo,
su vida iba buscando
y del dolor su vida iba perdiendo)–;
quien de la breve flor aun no sabía
por qué ebúrnea figura
circunscribe su frágil hermosura:
mixtos, por qué, colores
–confundiendo la grana en los albores–
fragante le son gala:
ambares por qué exhala,
y el leve, si más bello
ropaje al viento explica,
que en una y otra fresca multiplica
hija, formando pompa escarolada
de dorados perfiles cairelada,
que –roto del capillo el blanco sello–
de dulce herida de la Cipria Diosa
los despojos ostenta jactanciosa,
si ya el que la colora,
candor al alba, púrpura al aurora
no le usurpó y, mezclado,
purpúreo es ampo, rosicler nevado:
tornasol que concita
los que del prado aplausos solicita,
preceptor quizá vano
–si no ejemplo profano–
de industria femenil que el más activo
veneno, hace dos veces ser nocivo
en el velo aparente
de la que finge tez resplandeciente.
Pues si a un objeto solo, –repetía
tímido el Pensamiento–,
huye el conocimiento
y cobarde el discurso se desvía;
si a especie segregada
–como de las demás independiente,
como sin relación considerada–
da las espaldas el entendimiento,
y asombrado el discurso se espeluza
del difícil certamen que rehúsa
acometer valiente,
porque teme cobarde
comprehenderlo o mal, o nunca, o tarde,
¿cómo en tan espantosa
máquina inmensa discurrir pudiera,
cuyo terrible incomportable peso
–si ya en su centro mismo no estribara–
de Atlante a las espaldas agobiara,
de Alcides a las fuerzas excediera;
y el que fue de la Esfera
bastante contrapeso,
pesada menos, menos ponderosa
su máquina juzgara, que la empresa
de investigar a la Naturaleza?
Otras –más esforzado–
demasiada acusaba cobardía
el lauro antes ceder, que en la lid dura
haber siquiera entrado,
y al ejemplar osado
del claro joven la atención volvía,
–auriga altivo del ardiente carro–,
y el, si infeliz, bizarro
alto impulso, el espíritu encendía:
donde el ánimo halla
–más que el temor ejemplos de escarmiento–
abiertas sendas al atrevimiento,
que una ya vez trilladas, no hay castigo
que intento baste a remover segundo,
(segunda ambición, digo).
Ni el panteón profundo
–cerúlea tumba a su infeliz ceniza–,
ni el vengativo rayo fulminante
mueve, por más que avisa,
al ánimo arrogante
que, el vivir despreciando, determina
su nombre eternizar en su ruina.
Tipo es, antes, modelo:
ejemplar pernicioso
que alas engendra a repetido vuelo,
del ánimo ambicioso
que –del mismo terror haciendo halago
que al valor lisonjea–,
las glorias deletrea
entre los caracteres del estrago.
O el castigo jamás se publicara,
porque nunca el delito se intentara:
político silencio antes rompiera
los autos del proceso,
–circunspecto estadista–;
o en fingida ignorancia simulara,
o con secreta pena castigara
el insolente exceso,
sin que a popular vista
el ejemplar nocivo propusiera:
que del mayor delito la malicia
peligra en la noticia,
contagio dilatado trascendiendo;
porque singular culpa sólo siendo,
dejara más remota a lo ignorado
su ejecución, que no a lo escarmentado.
Mas mientras entre escollos zozobraba
confusa la elección, sirtes tocando
de imposibles, en cuantos intentaba
rumbos seguir, –no hallando
materia en que cebarse
el calor ya, pues su templada llama
(llama al fin, aunque más templada sea,
que si su activa emplea
operación, consume, si no inflama)
sin poder excusarse
había lentamente
el manjar trasformado,
propia substancia de la ajena haciendo:
y el que hervor resultaba bullicioso
de la unión entre el húmedo y ardiente,
en el maravilloso
natural vaso, había ya cesado
(faltando el medio), y consiguientemente
los que de él ascendiendo
soporíferos, húmedos vapores
el trono racional embarazaban
(desde donde a los miembros derramaban
dulce entorpecimiento),
a los suaves ardores
del calor consumidos,
las cadenas del sueño desataban:
y la falta sintiendo de alimento
los miembros extenuados,
del descanso cansados,
ni del todo despiertos ni dormidos,
muestras de apetecer el movimiento
con tardos esperezos
ya daban, extendiendo
los nervios, poco a poco, entumecidos,
y los cansados huesos
(aun sin entero arbitrio de su dueño)
volviendo al otro lado–,
a cobrar empezaron los sentidos,
dulcemente impedidos
del natural beleño,
su operación, los ojos entreabriendo.
Y del cerebro, ya desocupado,
las fantasmas huyeron
y –como de vapor leve formadas–
en fácil humo, en viento convertidas,
su forma resolvieron.
Así linterna mágica, pintadas
representa fingidas
en la blanca pared varias figuras,
de la sombra no menos ayudadas
que de la luz: que en trémulos reflejos
los competentes lejos
guardando de la docta perspectiva,
en sus ciertas mensuras
de varias experiencias aprobadas,
la sombra fugitiva,
que en el mismo esplendor se desvanece,
cuerpo finge formado,
de todas dimensiones adornado,
cuando aun ser superficie no merece.
En tanto el Padre de la Luz ardiente,
de acercarse al Oriente
ya el término prefijo conocía,
y al antípoda opuesto despedía
con transmontantes rayos:
que –de su luz en trémulos desmayos–
en el punto hace mismo su Occidente,
que nuestro Oriente ilustra luminoso.
Pero de Venus, antes, el hermoso
apacible lucero
rompió el albor primero,
y del viejo Tithón la bella esposa
–amazona de luces mil vestida,
contra la noche armada,
hermosa si atrevida,
valiente aunque llorosa–,
su frente mostró hermosa
de matutinas luces coronada,
aunque tierno preludio, ya animoso,
del Planeta fogoso,
que venía las tropas reclutando
de bisoñas vislumbres,
–las más robustas, veteranas lumbres
para la retaguardia reservando–,
contra la que, tirana usurpadora
del imperio del día,
negro laurel de sombras mil ceñía
y con nocturno cetro pavoroso
las sombras gobernaba,
de quien aun ella misma se espantaba.
Pero apenas la bella precursora
signifera del Sol, el luminoso
en el Oriente tremoló estandarte,
tocando al arma todos los suaves
si bélicos clarines de las aves,
(diestros, aunque sin arte,
trompetas sonorosos),
cuando, –como tirana al fin, cobarde,
de recelos medrosos
embarazada, bien que hacer alarde
intentó de sus fuerzas, oponiendo
de su funesta capa los reparos,
breves en ella de los tajos claros
heridas recibiendo,
(bien que mal satisfecho su denuedo,
pretexto mal formado fue del miedo,
su débil resistencia conociendo)–,
a la fuga ya casi cometiendo
más que a la fuerza, el medio de salvarse,
ronca tocó bocina
a recoger los negros escuadrones
para poder en orden retirarse,
cuando de más vecina
plenitud de reflejos fue asaltada,
que la punta rayó más encumbrada
de los del Mundo erguidos torreones.
Llegó, en efecto, el Sol cerrando el giro
que esculpió de oro sobre azul zafiro:
de mil multiplicados
mil veces puntos, flujos mil dorados
–líneas, digo, de luz clara–, salían
de su circunferencia luminosa,
pautando al Cielo la cerúlea plana;
y a la que antes funesta fue tirana
de su imperio, atropadas embestían:
que sin concierto huyendo presurosa
–en sus mismos horrores tropezando–
su sombra iba pisando,
y llegar al Ocaso pretendía
con el (sin orden ya) desbaratado
ejército de sombras, acosado
de la luz que el alcance le seguía.
Consiguió, al fin, la vista del Ocaso
el fugitivo paso,
y –en su mismo despeño recobrada
esforzando el aliento en la rüina–,
en la mitad del globo que ha dejado
el Sol desamparada,
segunda vez rebelde determina
mirarse coronada,
mientras nuestro Hemisferio la dorada
ilustraba del Sol madeja hermosa,
que con luz judiciosa
de orden distributivo, repartiendo
a las cosas visibles sus colores
iba, y restituyendo
entera a los sentidos exteriores
su operación, quedando a luz más cierta
el mundo iluminado y yo despierta.
Publicado en México en el año de 1692
Tomado de: Poesía
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