El escritor, autor de obras inmortales del género como «Crónicas marcianas» y «Fahrenheit 451», ha fallecido a los 91 años en Los Ángeles
Por: Manuel de la Fuente Vidal
Tomado de ABC
Ray Bradbury, escritor de culto, genio de la ciencia-ficción, autor de obras como «Crónicas marcianas» y «Fahrenheit 451», que inmortalizara en el cine François Truffaut, ha muerto esta mañana a los 91 años en Los Ángeles, según ha confirmado la propia familia.
En un comunicado, su nieto, Danny Karapetian, compartió estas palabras con los admiradores de su abuelo, un hombre que dio nombre a un asteroide: (9766) Bradbury. «Si tuviera que hacer alguna declaración, sería lo mucho que le quiero y le extraño, y espero con interés escuchar los recuerdos que tienen de él todos aquellos que estuvieron a su lado».
«Él influyó en muchos artistas, escritores, profesores, científicos, y siempre es conmovedor y reconfortante escuchar sus historias. Su legado sigue vivo en su obra monumental de libros, cine, televisión y teatro, pero lo más importante, en las mentes y los corazones de quien lo lea, porque leerle era conocerle», dijo Karpetian.
La ciencia-ficción no es ninguna tontería, aunque muchos se hayan empeñado en intentar que lo parezca. Películas de serie B en las que los platillos volantes tenían menos carisma que una minipimer, y los marcianos vestían de ese verde que Neruda llamaba municipal.
O qué decir de esa melopea fantasiosa, pretenciosa y narcisista de los siete mil (o eran ocho mil) episodios (la mayoría prescindibles) de la Guerra de las Galaxias. Y qué tal ese «Enterprise», siempre más atacao que la Belén Esteban, y su interminable y agorero cuaderno de bitácora, que nunca presagia nada bueno.
Angustia y terror
No, la ciencia-ficción (algunos, como el propio Bradbury prefieren llamarla sencillamente literatura fantástica) es la angustia de que te pueda salir un Alien por el desagüe, un terror secular del hombre, como el de caerse de la copa de un pino, aterrador momento del género humano en la pluma de Jack London. O es que aunque seas Harrison Fordte tengas que enfrentar a unos tiparracos llamados replicantes, mezcla de semidioses griegos y musculetas de gimnasio de barrio (aunque tengan buen corazón) y que una multinacional te pueda borrar así de un sopapo los recuerdos.
O el viscoso y asfixiante terror psicológico de Stanislaw Lemy «Solaris», donde los astronautas, puros peleles de nuestra especie, se enfrentan a una inteligencia no humana que les vacila de manera interestelar. Y es también el mundo geométrico y electrónicamente mitológico de Asimov, sus leyes de la robótica, y sus androides contrarios a cualquier reforma laboral. Y es, por supuesto el Gran Hermano orwelliano de 1984 (tan visto y revisto que ya parece cosa del pasado) y «Un mundo feliz», de Aldous Huxley, metáfora de la idiotización de una raza, la nuestra, puro instinto gregario e hipotecario.
La libertad en taparrabos
Como ciencia-ficción fueron (y de la buena) Julio Verne y H. G. Wells, como lo fueron los colgateras navajeros, deprisa, deprisa, de «La Naranja Mecánica», y los monos histéricos, con los ojos inyectados de sangre, del aterrador y profético comienzo de «2001 Odisea del espacio». Y es, no lo olviden, sobre todo si son presidentes de los Estados Unidos, Charlton Heston en taparrabos, con la Estatua de la Libertad semienterrada en lontananza y los seres humanos presos de los simios.
Como lo es Ray Bradbury, fallecido este miércoles a los 91 años de edad. Lo es la pira libresca de «Fahrenheit 451», y lo son sus marcianos despanzurrados, sometidos, humillados y ofendidos por los terrícolas de las «Crónicas».
«Faherenheit 451», la temperatura en la que entra en combustión el papel es la temperatura de las oprobiosas tiranías del siglo XX, el Gulag y Auschwitz, los Jemeres Rojos y la reeducación, la picana eléctrica en los genitales de la cultura occidental. Sin libros, libres. Sin pensar, todos contentos. Sin sentir, sin reír, sin llorar, sin emociones, todo va dabuten vendría a contarnos Bradbury.
Porque cuando la ciencia-ficción no es cuestión de efectos especiales ni espaciales, cuando lo que hace es retorcernos el pescuezo, reventarnos las tripas de horror, y espachurrarnos el alma con un futuro que demasiadas veces se parece al más horrendo presente, caemos en páginas como las de Ray Bradbury.
Formación autodidacta
Bradbury no pudo estudiar y su formación fue autodidacta. Se ganó la vida como pudo hasta que se la ganó escribiendo. Obras como sus conmovedores y desasosegadores cronicones sobre el Planeta Rojo. No son historias de marcianos. Son historias de tragedia griega, de drama shakespeariano: el odio, la venganza, la violencia, el asesinato, el racismo, la enanez del hombre ante la Naturaleza y sus tsunamis.
Publicadas en 1950, que nadie se llame a engaño. Bradbury nunca se anduvo por las ramas, ni enganchado a un bucle del espacio intergaláctico. El racismo, la opresión, la crueldad, la violencia, no estaban en Marte ni en la bellísima canción de David Bowie, eran lo que Bradbury veía cuando salía a las calles y los campos de América: la hipocresía, la desigualdad, el clasismo, la envidia. No en vano, el propio Bradbury comentó alguna vez que una de las inspiraciones para estas desoladoras «Crónicas» había sido «Las uvas de la ira», la gran novela social de Steinbeck. «Fahrenheit 451» también aludía a la caza de brujas, a la censura, al miedo a ser libres, aun a riesgo de equivocarse.
Marcianos hipotecados
Los marcianos de Bradbury no llegaban a fin de mes, ni podían pagar la hipoteca, ni tenían seguridad social por muy sideral que fuese. Los marcianos de Bradbury lloran a lágrima viva, como boabdiles que han perdido sus granadas galácticas. A los marcianos de Bradbury les han robado la patria y la hacienda en un oscuro recoveco de la Bóveda Celeste. Los marcianos de Bradbury son extraterrestres del éxodo y del llanto. Perdedores, como cualquier borracho, en cualquier garito perdido del mundo, desgraciados clones de los terrícolas, miembros ellos también de una estirpe condenada a vivir cien años (o cien mil) de soledad sobre la Tierra. O sobre Marte.
Ray Bradbury ya no escribirá más en el melancólico cuaderno de bitácora del asteroide 9766, llamado Bradbury en su honor. 9766 vagará huérfano, a la deriva, por los siglos de los siglos en la noche de los tiempos. La Galaxia está de luto.
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