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  • INICIACIÓN

    INICIACIÓN

    I

    Esa mañana de sábado, Israel se despertó con una sensación amarga en la boca del estómago, era el día de su iniciación. Lo había esperado con impaciencia por casi cuatro meses. No sabía exactamente qué significaba eso de ser “un iniciado”, pero era muy claro que los que ya lo eran tenían privilegios que él quería disfrutar también: juntarse con “Los Perros”, comandados por el “Molocho”, tener dinero para ir a fiestas y salir con muchachas, llevar un celular de modelo reciente como un signo de éxito y autoridad, ¡una moto!, en el mejor de los casos, y ser respetado en la colonia “La Prosperidad” (“La Prospe”, le dicen los del barrio) en la que había vivido todos y cada uno de sus diecisiete años. Pero, sobre todo, quería ser considerado como miembro del grupo, ser parte de la manada, y conocer al fin la verdadera identidad del Gran Jerarca, del que tanto había escuchado. La emoción mezclada con la incertidumbre intensificó aún más el amargor en su barriga. Recordó las palabras que le había dicho el Molocho que memorizara: A de adoctrinar, V de venerar, A de ascender y D de dadivar. A.V.A.D. Salió de la cama y a gritos le preguntó a su madre si estaba encendido el boiler. Ella respondió también a gritos que recordara que llevaba casi un mes descompuesto. No le importó, se bañó con agua fría.
    Ya vestido fue al comedor, en la mesa había un plato con huevos a la mexicana, frijoles y un vaso con leche. La casa, como todas en La Prospe (y en las demás colonias que conformaban la zona de Las Calderas), era de interés social. Diminutas construcciones con materiales de pésima calidad cuyo proyecto parecía tener como único objetivo el de hacinar almas, amontonar a miles de personas en lo que antes fuera un terreno pantanoso al sureste de la ciudad. Tenía dos cuartos, una pequeña recámara, un baño, un espacio para la sala y el comedor, y la pequeña cocina. Israel vivía con su madre, la señora Guadalupe, quien dormía en uno de los cuartos y usaba la recamara como taller de costura. Arreglaba y confeccionaba ropa para vender, desfilaban por ahí todos los vecinos de la Prospe buscando cocer una bastilla, poner unos botones, arreglar un tiro o subirle un poquito, pero nomás poquito, a algún vestido. Con eso se sostenían principalmente. Con eso y con lo que sacaba Israel haciendo trabajitos aquí y allá, cargando bloques en la ladrillera de Don Beto, ayudando con la mezcla y el colado a Don Arcadio, o en el tianguis, haciendo lo que sea. pero únicamente en las horas que no iba a la escuela. De su padre no sabía nada, no había una fotografía de él en la casa, ni siquiera un documento que indicara su paso por este mundo, además su madre no le contaba gran cosa, en realidad. Lo único que decía era que había sido el peor de sus errores, que hubiera querido no conocerlo jamás. Israel le preguntaba entonces si eso es lo que era él, un error. Doña Guadalupe le daba un sopapo en la cabeza, “¡No digas tarugadas!”. Después, con ternura, le decía que a veces de los errores puede surgir un milagro, como decía Raymundo, el cura de la iglesia: “No sabes cuándo el Diablo, sin querer, trabaja al servicio del Señor”. “Por lo menos dime si se llamaba Israel”, pedía el muchacho. “No, ese nombre te lo puse yo, es el del pueblo elegido, también significa el que combate con Dios”, respondía la madre muy orgullosa. Él preguntaba entonces que, si aquel “con” significaba que combatía al lado de Dios, como Robin al lado de Batman, o si combatía contra Dios, como el Guasón contra Batman. “¡No digas tarugadas, Israel!” Y el sopapo le hacía agachar la cabeza.
    Sonó el timbre. Doña Guadalupe se apresuró a abrir pensando que era doña Chole que venía por sus cortinas. “¡Híjole, todavía ni las termino!”, dijo antes de abrir la puerta. Afortunadamente no era doña Chole. “Hola, Arte. ¿Qué pasó, mija?”. “Mi mamá le manda estos tamalitos de camarón, doña Guadalupe”. Israel, encandilado por el resplandor de la mañana que inundó de golpe la pequeña estancia, alcanzó a reconocer la figura que se recortaba a contraluz. “¡Era la Morrita de los corazones!”. “¡Ay mijita, no se hubiera molestado!”, dijo doña Guadalupe tomando la bolsa de tamales. “Que es para agradecerle su ayuda, señora”, respondió la joven. “Bueno, dile que gracias. ¿Quieres desayunar?”. “No, señora, tengo que irme a ayudarle a mi mamá con la masa”. Se despidieron y antes de que doña Guadalupe cerrara la puerta, Israel alcanzó a distinguir la mirada de la Morrita de los corazones y le pareció ver que le sonreía. Se emocionó profundamente. Hacía algunos meses que la Morrita de los corazones había llegado a La Prospe con su mamá y su hermanito de cinco años, eran de la costa norte, de un pueblito cerca de la frontera con Sinaloa. Israel le preguntó a doña Guadalupe sobre la razón por la que habían abandonado su hogar, ella le contó que había sido por culpa del marido, el segundo, papá del niño, que “era un drogadicto mantenido que nomás le causaba problemas y, encima, le daba sus guamazos a la pobre”. “Además”, continuó la señora, “quiso venir a probar suerte a la ciudad”. “Pos le falló el tiro, ¿no?”, dijo Israel. “¿Cómo?”, preguntó doña Guadalupe mordiéndose la lengua y con un ojo muy abierto ante una aguja por la que intentaba pasar la punta de un hilo. “Pos que ésta no es la ciudad, en todo caso es un grano que le salió en el meritito culo a la ciudad”, y se rio de su propia ocurrencia. “¡No digas tarugadas, Israel!”. “Pos sí, jefa, vivimos hasta quinta la chingada, olvidados de la mano de Dios, a veces ni tenemos agua, pero eso sí, cuando llueve y se desborda el canal, todo se inunda, hasta nos andamos ahogando, ¡y en aguas bien puercas! ¡Pura caca! ¡Y, pa colmo, hasta desaparecen morritas!”. Doña Guadalupe dejó la aguja y el hilo y le echó una mirada intensa a su hijo, sus ojos se cristalizaron como si estuviera a punto de llorar. En lugar de darle un sopapo al muchacho le acarició el cabello y suspiró con desaliento.
    Israel pensó que, quizás, una vez ya iniciado, podría hacer algo para ayudar a que las cosas cambiaran en su colonia. Claro que no era tan ingenuo como para ignorar que las actividades del Molocho se relacionaban con cosas ilegales, la venta de drogas, por ejemplo, pero ¿que no le había dicho su madre que a veces el Diablo, sin darse cuenta, trabajaba al servicio del Señor? “Total, si las cosas se ponen muy feas me salgo y ya”, pensó el muchacho. Tomó la mano de su madre y se la besó. Ella lo vio con ternura. “Apúrate a desayunar, ándale, necesito que me hagas varias entregas, después que vayas a la carnicería y a la verdura, hoy viene el padre Raymundo”. El sacerdote iba a comer a su casa un sábado por mes. “¿Hoy toca curita? ¡Qué güeva!”, dijo Israel y se puso de pie como un rayo antes de que la mano de su madre le golpeara la cabeza.

    II

    Se colgó la mochila a la espalda, adentro venían las prendas que tenía que entregar, cada entrega en una bolsa independiente y con un papelito en el que se leía el nombre, la dirección de la destinataria y al monto a cobrar: dos vestidos para doña Carmina, calle tal; tres blusas para doña Mireya, calle tal; cinco pantalones para la señorita Raquel, calle tal. Su recorrido iba más allá de las fronteras de La Prospe, la entrega más lejana era en la “Nueva Cartolandia”, una colonia cuyo nombre oficial, Constitución de 1917, nadie usaba, y que estaba formada por casuchas de lámina, madera y cartón, y se ubicaba hacia el sur, por los cañaverales, cerca del estadio de futbol abandonado. Iniciaría las entregas desde ahí para terminar la jornada más cerca de su casa. Se montó en “La Flaca” y empezó a pedalear mientras canturreaba las siglas A.V.A.D.
    Israel se movía con soltura por La Prospe, conocía cada calle, cada tienda, cada rincón, incluso, cada bache y alcantarilla abierta que esquivaba con destreza. Sabía dónde le saldría qué perro y dónde le saldría qué niño descalzo y en calzones, con los mocos secos y ennegrecidos en el rostro. Conocía casi a todos, saludaba al que vendía tortillas en la Principal, a la que vendía verdura, a los de la cremería y al de los ceviches; en La Prospe todos tenían algo que vender y los que no eran comerciantes, herreros, vulcanizadores, mecánicos, albañiles, plomeros, electricistas, peluqueras, cocineras y tantos oficios más. Israel no quería para su futuro ninguno de esos trabajos, él quería ser ingeniero y construir carreteras o presas en los lugares más extraños del país, del mundo; quería largarse de ahí, tener una casa muy grande, con portón eléctrico y todo, y un nombre y una familia propia. Pensó, entonces, en la “Morrita de los corazones” y pedaleó con más fuerza. Le decía así porque siempre que la veía usaba una playera con un corazón estampado en el pecho, incluso, cuando traía el uniforme de la prepa las usaba por debajo de la blusa escolar. Pero no era la misma playera, un día llevaba una roja con el corazón blanco, otro día, una azul con el corazón amarillo, negra con el corazón rojo, verde con el corazón café y otras tantas combinaciones. Le gustaban mucho los corazones, al parecer. Ahora sabía que se llamaba Artemisa y que le decían Arte, pero él seguía prefiriendo en secreto la “Morrita de los corazones”, además no le parecía difícil imaginarla con muchos corazones de distintos colores, era una jovencita como no había visto en su vida y, aunque nunca había hablado con ella, su sonrisa le generaba siempre una sensación cálida de bienestar que lo hacía sentirse bien consigo mismo. Cuando salió de la última calle de La Prospe, pensó que sería muy bueno casarse con ella y ser el padre de sus hijos.
    Cruzó la terracería, antes de entrar al tramo de carretera que lo llevaría a la Nueva Cartolandia, y vio el volcán Sangangüey que se levantaba imponente y azulado en la bruma de la mañana, un volcán que, como tantos otros, había vivido en un pasado de gigantes. Israel pedaleó con más fuerza, sintió la caricia del viento en el rostro, y pensó que, ya iniciado, podría empezar a edificar para su futuro un pasado digno de gigantes.
    Su primera entrega fue en una casa de madera (de tablas irregulares, en realidad) con techo de lámina. Afuera, en la tierra, había dos niñas jugando con muñecas desnudas a las que les faltaba un ojo, parte del cabello, alguna pierna o un brazo, ninguna estaba completa. A un lado, dentro de una llanta vieja de camión que servía como corral, había un bebé de pie, sujetado al borde del neumático con sus manitas, que usaba sólo un pañal y que se entusiasmaba viendo jugar a las niñas. Un perro flaco y gris con manchas negras se acercó a olfatear los pies de Israel, la columna vertebral se le marcaba excesivamente en el lomo. La tabla que cubría la entrada de la casa se movió de repente y una mujer salió de la oscuridad. Israel le dijo a qué iba y ella, recordando, asintió con la cabeza y regresó al interior de la vivienda. Israel vio a las niñas, a sus muñecas desmembradas, al bebé dentro de la llanta, al perro flaco, y sintió una suerte de frustración que le dejó un regusto ácido en la garganta. La señora regresó con una bolsita de plástico llena de morralla. Sacó algunas monedas y, viendo a Israel a los ojos, se quedó como esperando algo. Él no supo qué hacer hasta que ella le preguntó. “¿Cuánto?”. Él, viendo la nota correspondiente, le respondió que eran ciento sesenta pesos. Ella se puso a contar las monedas con dificultad. Él, después de unos segundos, le entregó la bolsa de ropa y le dijo que así estaba bien, que no se preocupara. La señora le ofrecía las monedas sin entender, pero él se negó rotundamente, se dio la media vuelta y se fue sabiendo que, después de regañarlo, su madre no solo entendería, sino que estaría de acuerdo y hasta lo recompensaría con unas quesadillas y un licuado de chocolate. La señora se quedó con la mano estirada mientras el muchacho se retiraba. Cuando Israel levantó su bicicleta y empezó a caminar, vio como la señora sacaba de la bolsa varias prendas pequeñas, unas eran para cada una de las niñas y otra para el bebé de la llanta. Al final salieron dos vestiditos más pequeños todavía que el resto y la mujer se los dio a las niñas. Ellas, entusiasmadas, se apresuraron a ponérselos a dos de sus muñecas incompletas, desmembradas.
    Israel pedaleó toda la mañana haciendo entregas y el regusto ácido no desapareció de su boca en todo ese momento. Algunas casas estaban mejor que otras, por lo menos eran de ladrillo y cemento y tenían drenaje, pero la constante en todas las colonias de Las Calderas, era la miseria. Además, en cada esquina, en cada poste, veía los anuncios de las desaparecidas, todas esas jovencitas de las que nadie sabía dar razón. En un momento dado, mientras avanzaba distraído viendo una de las fotografías en un poste de luz, estuvo a punto de chocar con una patrulla que venía doblando la esquina. Israel logró esquivar el impacto, pero derrapó debido al exceso de grava en el terreno y fue a dar al suelo. La patrulla se detuvo, era la del comandante Ramón, gordo, moreno y de rasgos toscos, que venía sentado del lado del copiloto. El comandante bajó la ventana y le dijo. “¡Epa, cabrón, casi me dañas la unidad!”. Israel se levantó y recogió su mochila. Algunas bolsas de la entrega se habían salido y las recogió también. “¿Qué es eso?” Preguntó el comandante Ramón. “¿Es mota?”. Israel se sobresaltó. “No, jefe, ¿cómo cree? Es ropa”. “¿Ropa?, ¿te la robaste o qué?”. “No, es la que hace mi mamá”. “¿Eres hijo de doña Guadalupe?”. “Sí”. El comandante Ramón revisó algo en la pantalla de su celular y volvió a preguntar sin verlo. “¿Te llamas Israel?”. Él permaneció unos segundos en silencio, desconcertado. “¡Que si te llamas Israel, con una chingada!”. Dijo con fuerza el comandante Ramón viéndolo, ahora sí, directamente a los ojos. “Sí, señor”, respondió asustado. El comandante sonrió como si se burlara y antes de subir el vidrio le dijo. “¡Trucha, pues, cabrón!”. La patrulla se alejó.
    Israel revisó su bicicleta, La Flaca, todo parecía en orden. Sacudió su pantalón, su mochila, su camisa y se dio cuenta de que tenía un raspón en el codo. Se lo estaba revisando cuando escuchó que le decían. “¿Qué pasó, mi Isra? ¿Te caíste, mijo?”. Era el Molocho, había parado su camioneta a un lado de él sin que se diera cuenta. Se asustó tan solo de pensar que el comandante Ramón volviera y lo encontrara platicando con el Molocho. “¿Tas listo pa la noche, mijo?, ¿o qué, ya te estás rajando?”. “¡No, estoy bien puesto!”. Respondió el muchacho inflando el pecho de forma involuntaria. El Molocho se rio con sorna y le dijo. “Ta güeno, pues, mijo, ahí paso por ti, onde quedamos”. Israel asintió con la cabeza y pensó que la risa del Molocho y la del comandante Ramón tenían algo muy parecido, pero no supo decir qué.
    Las últimas entregas, ya cerca de la hora de la comida, las hizo en la parte más alta de la zona de Las Calderas, en el costado oriental, donde se levantaban algunas colonias sobre una loma de considerable elevación, casi un cerro pequeño. Desde allá arriba, vio los cientos de casas que parecían quererse subir una encima de la otra en el valle ondulante; los cientos de tinacos negros como un mar de polietileno que ondulaba con la cruel ilusión de un movimiento verdadero, de un océano real. El Sangangüey lucía más nítido, menos plomizo, con la luz del mediodía. Un viento suave llegaba hasta ahí refrescando el cuerpo acalorado del muchacho. Al otro costado de su visión, sobre la gran avenida Aguamilpa (que conducía hacia afuera de la zona de Las Calderas, hacia la ciudad, hacia el mundo), se levantaba un espectacular con la foto de un político con una sonrisa muy blanca, un peinado impecable y una camisa sin mácula, que clavaba sus ojos voraces y esperanzadores en un horizonte que parecía estar reservado sólo para unos pocos. Su eslogan rezaba: “Con Roberto Quintero, la familia es primero”. Israel, sudoroso y empolvado, se sintió disminuido por esa imagen, era como si la hubieran puesto ahí para avergonzarlo, a él y a todos los vecinos de la Prospe y de las colonias que conformaban la zona de Las Calderas, como si su sola presencia les recordara a cada momento que eran, de alguna forma, inferiores, ignominiosos, indignos de una vida distinta, una vida mejor. “Con Roberto Quintero, te quedas sin tu dinero”, pensó con un sentimiento de desquite. “Con Roberto Quintero, te haces pordiosero”, dijo elevando la voz, para, acto seguido, montarse en La Flaca y, mientras rodaba pendiente abajo, gritó a todo pulmón: “¡Con Roberto Quintero, te hacen más grande el agujero!”. Dos albañiles que levantaban una barda en la azotea de una casa amarilla, chiflaron y aplaudieron la consigna del ciclista vertiginoso. Uno de ellos, como un eco, respondió a su llamado: “¡Con Roberto Quintero, me la chupas tú primero!”. Israel, en su raudo descenso, le chifló una mentada de madre acompañada de risas, y experimentó, por un breve instante, un profundo sentimiento de libertad.

    III

    A la hora de la comida, Israel, bañado (por segunda vez) y con ropa limpia: pantalón azul de tela, zapatos negros recién boleados y camisa blanca, es decir, con el uniforme que usaba los lunes de honores en la escuela, estaba muy sentadito y formal frente a la mesa, a un costado del sacerdote. El clérigo era alto, delgado, huesudo, y extremadamente blanco; sus modales eran finos y educados, no parecía en definitiva alguien de la Prospe, de hecho, no lo era, pero Israel lo recordaba de toda su vida. Doña Guadalupe, que había sacado la bajilla comprada en Sears a plazos, y las servilletas de tela que ella misma confeccionó y que solo usaba en las comidas con el padre, disponía todo sobre la mesa: la olla de la carne en su jugo y la olla de los frijoles cocidos sobre la tabla de picar para evitar quemaduras en el mantel, un tortillero de palma con una colorida servilleta para mantener las tortillas calientes, una jarra con agua de jamaica, un plato con cebollitas cambray freídas en aceite, otro con guacamole, otro con sal y limones, y uno más con una salcita verde muy picosa. Una vez sentada la señora, el sacerdote procedió a bendecir los alimentos con los ojos cerrados, las manos extendidas hacia adelante y las palmas hacia arriba. “Pater noster, qui es in caelis, sanctificetur nomen tuum …”. Israel siempre encontraba gracioso el gesto, pero su mamá le lanzaba reprimendas furiosas con la mirada y él se contenía, pensando que era una lástima no poder ver la televisión. Esa vez no le pareció tan gracioso, le llamaron más la atención las manos del sacerdote. Muy blancas y largas y huesudas, parecidas en todo al hombre en su conjunto. Parecía como si nunca en su vida hubiera hecho algún trabajo manual como aquellos a los que estaba acostumbrado Israel: hacer la mezcla, cargar ladrillos o machetear la mala hierba, por ejemplo. Además, las movía como los gatos mueven la cola, con una languidez casi eléctrica.
    Durante la comida, el que más habló fue el padre Raymundo, contó historias sobre la biblia y sobre sus años de juventud en el seminario, sobre su viaje a Roma y de cómo logró besar el anillo del Santo Padre, cosas que, por otro lado, les había contado ya en otras ocasiones. Fue hasta que salió el tema de las jovencitas desaparecidas cuando doña Guadalupe intervino con creciente pasión. Le contó al padre que ya se habían organizado el grupo de mujeres, madres de las desaparecidas en general, para ir el próximo lunes a ver al diputado Quintero, para exigirle que les ayudara a acelerar la investigación, pues “el dichoso comandante Ramón ese nada más se estaba haciendo pendejo. Disculpe mis palabras, padre, pero es que es muy frustrante”. Israel mordía un taco de guacamole sin dejar de ver a doña Guadalupe, ella no era de las madres que tenían extraviada una hija, pero desde el inicio se solidarizó con las mujeres y las ha acompañado en varias de las búsquedas, ayudando en todo lo que puede. Al escucharla hablar de eso, el muchacho sentía un orgullo que nunca antes había experimentado. “Es una situación muy complicada”, dijo el sacerdote, “pero recordemos que hay que conservar la calma, confiar en nuestras autoridades y, sobre todo, tener fe”. Doña Guadalupe dio un golpe fuerte a la mesa y se llevó la servilleta a los ojos. Después lo encaró, sin lágrimas. “No padre, lo siento, yo sé que usted es un hombre de Dios, pero no se puede tener paciencia con esto”. Israel, impresionado, dejó su taco de guacamole suspendido en el aire. “Van veinte muchachitas en dos años, padre, y nadie nos da razón de nada, y esas pobres madres… es muy… es algo que no tiene nombre… si por lo menos ya hubieran interrogado a alguien, o tuvieran algún sospechoso, ¡pero nada! Y ese tal Molocho, todos en Las Calderas sabemos a qué se dedica, anda por ahí muy tranquilo, ¡por lo menos que le pregunten si sabe algo!”. Israel sintió que el último bocado de guacamole se le atoraba y empezó a toser. El sacerdote le dio unas palmaditas en la espalda. “No padre”, dijo doña Guadalupe, “disculpe mi impertinencia, pero ¡son chingaderas!”. Se levantó, recogió los platos y los llevó a la tarja del lavabo. “Tienes razón, hija”, retomó el sacerdote. “Si sirve de algo, haré una carta dirigida al diputado para que se la lleven, ojalá ayude de alguna manera”. Doña Guadalupe asintió con la cabeza y se dispuso a servir el café.
    “Ya no te he visto en misa, hijo”. Dijo el sacerdote cambiando la dirección de la plática, dio un sorbo a su café y prosiguió. “Piensa que en la misa se lleva a cabo un memorial por la muerte de nuestro Salvador, el hijo de Dios, pero también una celebración por su sacrificio y, sobre todo, por su resurrección. Por eso es importante que asistas. A lo mejor te aburren mis homilías, pero lo primordial es que participes del santo sacramento”. “¿Homilías, padre?”, preguntó Israel. “Sí, así se les dice a los sermones que los ciervos de Dios damos en el púlpito”. “¿Pul-pito, padre?”, volvió a preguntar Israel, esta vez con una franca intensión de burla, pero el sopapo de su madre le hizo agachar la cabeza. “¡Deja tus tarugadas, Israel!”. “No pasa nada, doña Guadalupe”, dijo el sacerdote, “no se apure, he trabajado tanto con jóvenes que ya nada me espanta”. Y prosiguió. “Mira hijo, la importancia de la ritualidad descansa en el hecho de que a través de ella se renueva el tiempo sagrado, es decir, que gracias al rito habitamos el tiempo de Dios, y eso es un privilegio que solo la iglesia nos ofrece, ¿me comprendes?”. Israel no comprendió, pero de todos modos dijo. “Sí, padre”. El padre se secó la boca con una de las servilletas de tela e Israel volvió a ver sus manos largas, blancas y huesudas que se movían como se mueven los gatos. En uno de sus dedos llevaba un anillo grueso con una gran piedra roja en el centro. En un momento dado en el que la mano del sacerdote se posó sobre la mesa y se quedó ahí, quieta, Israel logró ver su propio reflejo disminuido y distorsionado en el interior convexo y escarlata de la piedra.

    IV

    El Molocho lo esperaría en donde el canal dejaba de estar a cielo abierto y se hundía bajo el suelo, cerca de la ladrillera de don Beto. Israel esperó a que su madre saliera rumbo a la reunión de mujeres, y abandonó la casa para ir al punto de encuentro. Las últimas tardes de sábado las había pasado con el Molocho, en una de ellas le enseñó a disparar, allá por el estadio abandonado, dispusieron como blancos los botes de cerveza que iban vaciando y le mostró cómo apuntar. El primer disparo lo pateó tan fuerte que el brazo le dolió por varios días. Otro sábado lo llevó al tianguis a lo que llamó “la recaudación”, que consistía en recorrer el gran mercado que rodeaba el inmenso terreno en el que estaban dos escuelas, una primaria y una secundaria, dos canchas de futbol, cuatro de básquet y la estructura en la que el padre Raymundo ofrecía la misa, y detenerse en algunos de los puestos a recolectar dinero. “¿Por qué te pagan?” Preguntó Israel. “Lo primero que tienes que aprender, mijo, es a callarte el hocico y no andar preguntando pendejadas, lo segundo, es a obedecer”. Y le dio el fajo de billetes que había recolectado. “Cuéntalos, mijo”. Israel los contó asombrado por la cantidad tan elevada y se los regresó indicando el resultado. El Molocho los metió en la cangurera que se colgaba de forma diagonal en el pecho, como las carrilleras con municiones que usaban los combatientes de la revolución mexicana que Israel había visto en los libros de historia. También le ordenó que memorizara A.V.A.D. Adoctrinar. Venerar. Ascender. Dadivar. Aún le parecían palabras muy extrañas para ser dichas por alguien como el Molocho, como que no le pertenecían, no obstante, llevaba un dije en el cuello con esas iniciales colgado de una gruesa cadena de oro.
    Cuando Israel llegó al punto de encuentro, el Molocho ya estaba ahí. “¡Apúrate, mijo, vas a llegar tarde a tu primer día, cabrón!”. Israel se extrañó de que fuera solo, sin ninguno de Los Perros. Se subió en la camioneta y arrancaron, cuando pasaron por la casa de la Morrita de los corazones, le pareció raro ver una patrulla enfrente con la torreta encendida. Tomaron la avenida Aguamilpa y el Molocho pisó el acelerador. Cuando subieron al puente que pasa por encima de las vías del tren, que sale de Las Calderas, y desemboca en la Zona Industrial, Israel se emocionó al ver desde esa altura la silueta del volcán en la reciente oscuridad. La luna aún no salía, pero un resplandor detrás del Sangangüey pronosticaba que dentro de poco su perfecto disco plateado aparecería y se encumbraría en lo alto de la noche. Israel sintió que las cosas empezaban a mejorar en su vida.
    Llegados a la avenida Insurgentes, en lugar de dar vuelta hacia la ciudad, lo hicieron hacia el aeropuerto. Israel quiso preguntar a dónde iban, pero recordó las indicaciones del Molocho y guardó silencio. En un punto determinado, el Molocho se salió de la carretera y tomó un camino de terracería entre dos cañaverales muy crecidos, tan altos que cubrían poco más allá del capacete de la camioneta. Avanzaron varios kilómetros por ese sendero que serpenteaba, que subía de repente y luego volvía a bajar, sin decir ni una palabra, escuchando corridos de El Fantasma en el estéreo. Más allá de la luz que proyectaban los faros sobre el camino, todo era oscuridad e incertidumbre. De pronto, los cañaverales cesaron, el camino descendió y se abrió un claro con algunos árboles frutales desperdigados por aquí y por allá. Se habían acercado al volcán, ahora era mucho más grande y más imponente. Al fondo del valle se veía una especie de bodega en medio de la nada. Varios autos lujosos estaban estacionados afuera y un grupo de hombres armados custodiaban la entrada. “Ándele, mijo”. Dijo el Molocho y dio un brinco fuera de la camioneta. El entusiasmo inicial de Israel empezó a transformarse en miedo. El Molocho saludó a uno de los hombres, uno con barriga descomunal, mirada retadora y una trompa abultada. “¿Qué hay, Garrapata?” –y luego preguntó sin esperar respuesta- “¿Y las Ifigenias?”. “Ya están listas”, contestó el otro. “¿Y el Gran Jerarca?”. “Está preparado”. El Garrapata abrió la puerta y entraron a un pasillo oscuro que los condujo a un espacio abierto iluminado por luces rojas y por velas, distribuidas por todo el lugar. Había una hilera con sillas en las que estaban sentados varios hombres con la cara cubierta por capuchas oscuras con agujeros para los ojos, y frente a ellos había siete muchachos hincados en el suelo dándoles las espaldas. Fue cuando sintió una tenaza contra la parte trasera de su cuello que lo obligó a hincarse al lado de los jóvenes. “¡Agache la cabeza, cabrón!”. Escuchó la voz del Garrapata detrás de él. El Molocho fue a sentarse en la última silla y se puso una capucha en la cabeza. De reojo, Israel intentó ver a los jóvenes a su lado, pero no logró reconocer a ninguno. “¡Que agaches la cabeza!”. Sintió el golpe en la nuca. Entonces, una música de trompetas pareció salir del centro de la tierra, los hombres de las sillas se pusieron de pie y por un costado apareció otra figura humana que además de capucha llevaba una túnica del mismo color carmesí. Se paró frente a los hincados y esperó a que la música terminara. Ya en silencio, dijo. “¡Buenas noches, hermanos!”. Los hombres detrás de Israel contestaron gritando al unísono. “¡Buenas noches, Gran Jerarca!”. Después se volvieron a sentar. “Hoy es un día especial”, continuó el Gran Jerarca, “ya que nuestra cofradía crecerá. Estos infieles”, dijo refiriéndose a los hincados, “están por trascender y convertirse en soldados del Majestuoso: el Gran Dragón de escamas de oro. Han sido elegidos por nuestros ministros y han sido conducidos por ellos hasta la hora de su iniciación”. Avanzó hasta detenerse frente al primero de los hincados, el que estaba en el extremo opuesto a Israel, y le dijo levantando el brazo derecho. “¿Estás dispuesto a someterte a la mano de Dios?”. Y dejó caer su mano con tanta bestialidad sobre el rostro del iniciado que hiso que el joven rodara por el suelo. El Garrapata lo levantó, el joven se puso a llorar. El hombre de túnica repitió el procedimiento y el joven volvió a rodar por el suelo. El muchacho estaba fuera de sí, no podía parar de llorar, no podía controlar sus espasmos. El hombre de túnica hizo una señal y el Garrapata lo sacó arrastrando de ahí. Después de unos segundos, se escuchó una detonación. El Garrapata volvió solo y tomó su lugar. El hombre de la túnica continuó su labor.
    Cuando por fin le tocó a Israel ya únicamente quedaban, contándolo a él, cuatro jóvenes. El hombre de túnica levantó la mano, pero antes de descargarla, Israel gritó que sí, que estaba dispuesto a someterse a la mano de Dios. El hombre de la túnica pareció contrariado, pero no tardó mucho en recuperarse y descargó su golpe sobre el rostro del muchacho. Israel se tambaleó, pero logró permanecer erguido. “Espera a que te pregunte”. Dijo el hombre agachándose un poco. Le formuló la pregunta y el joven respondió que sí, que estaba dispuesto, pero eso no impidió que una nueva bofetada le cayera sobre la cara. Después de recuperarse, alzó la cabeza, confrontó al Gran Jerarca y volvió a responder tratando de mostrar seguridad. Fue cuando se dio cuenta de que esas manos le resultaban muy familiares, incluso el anillo que llevaba en uno de los dedos, el anillo, con una piedra roja, que ahora estaba manchado de sangre. En el preciso momento que pensaba decir el nombre del sacerdote, el hombre de la túnica se deshizo de su capucha y reveló su identidad. Israel sintió que el piso bajo sus rodillas se hundía sin remedio. Todos aplaudieron y el sacerdote lo ayudó a levantarse. “¡Bienvenidos al reino de Samaria!” Cuando Israel se dio vuelta vio a los hombres que habían estado detrás de ellos todo ese tiempo, pero ahora sin capucha. Identificó, aparte del Molocho, al comandante Ramón. Los demás le eran desconocidos, excepto uno que creía conocer de algún lugar, pero no sabía de dónde. “La puerta está señalada”, dijo el sacerdote con histrionismo, alzando paulatinamente la voz, “ahora los iniciados deberán caminar hacia ella y atravesarla para lograr su completa trascendencia, lo que significará, para nuestra cofradía, recibir las virtudes, las gracias y los favores del Magni Draconis”. Hizo una pausa dramática y después prosiguió atemperando la voz. “No obstante, antes de su prueba final deben saber que la traición a la hermandad se castigará con la pena de muerte, que se extiende hasta sus familiares más cercanos”. Y al decirlo vio a Israel directamente a los ojos.
    Los demás hombres, los que el Jerarca había llamado ministros, estaban ya alrededor de los iniciados. Israel recordó entonces dónde había visto al tipo que se le hacía conocido, ¡en el espectacular!, no era otro sino Roberto Quintero, el de “tu familia es primero”, que ahora era diputado por el distrito al que pertenecía la zona de Las Calderas, el hombre con el que se entrevistaría su madre dos días después. El Jerarca alzó la mano derecha y anunció. “¡Pasemos a la siguiente fase!” Tres de los ministros tomaron a sus iniciados para conducirlos en su recorrido hacia la trascendencia. El Molocho estaba a punto de llevarse a Israel, pero el Jerarca lo detuvo. “Yo guío a éste”.
    Israel se sentía fuera de sí y trataba de convencerse de que todo era un sueño. Se dejó llevar por el Jerarca sin preguntar qué era lo que seguía. Entraron a un cuarto y el sacerdote lo tomó por los hombros y lo vio directamente a los ojos. “¿Estás preparado, hijo? Este es el momento, aquí convocaremos al tiempo sagrado. ¿Estás listo?” El joven, aturdido, intentó preguntar qué estaba pasando, pero el Jerarca le mostró unas letras grabadas en alto relieve en una tabla que colgaba de la pared.

    Israel estuvo a punto de desmayarse, pero el Jerarca lo sostuvo por las axilas. “Tienes que ser fuerte, muchacho, a partir de aquí ya no hay regreso. ¿Entiendes?”. Lo volteó y lo hiso avanzar. Lo que el muchacho vio le congeló los huesos. Una chica desnuda estaba amarrada de pies y manos sobre una cama que llevaba una bolsa de manta sucia sobre la cabeza. “Por ser un iniciado, empezarás por el segundo momento, la veneración”, dijo el Jerarca. Después recogió un machete recargado sobre la pared y se lo ofreció. “Con esto ascenderás. Ya nos preocuparemos por la dádiva, esa se le ofrenda al Dragón”. Israel cogió el machete casi sin darse cuenta. “¡Es hora, hijo!” Le puso dos pastillas, una blanca y una azul, en la boca y le alcanzó un bote con agua que estaba en el piso. “Trágalas”. El joven obedeció y avanzó dando pasos lentos, automáticos. Volteó a ver su mano en la que llevaba el machete y se preguntó de dónde había salido. Tuvo ganas de reírse y no sabía por qué. Vio la ropa que estaba en el suelo y notó algo que lo paralizó. Una blusa con manchas de sangre que estaba apeñuscada dejaba ver apenas una forma que reconoció casi enseguida: un corazón. Volteó a ver a la chica desnuda e intuyó, aterrado, de quién se trataba, aunque no podía verle el rostro. “¡Adelante!”, gritó el Jerarca. Israel se sintió acalorado, sus mejillas empezaron a arder, incluso, experimentó la proximidad de una erección, y unas ganas enormes de reír. No sabía qué le pasaba, “habrán sido las pastillas”, pensó. “¡Trasciende!”, volvió a gritar molesto el Jerarca. Israel, sin avanzar un solo paso se puso a reír a carcajadas, todo eso era absurdo, ridículo, no podía estar sucediendo. No lograba parar de reír. Sintió un fuerte sopapo en la nuca. “¡Avanza, hijo de perra!”, escuchó al Jerarca a sus espaldas.
    Israel dejó de reír y pensó en la Morrita de los corazones caminando muy alegre rumbo a las tortillas cualquier mediodía de alto sol; pensó en doña Guadalupe, su madre, trabajando hasta altas horas de la noche en la oscuridad, iluminada únicamente por la luz de la máquina de coser, como envuelta en una burbuja de cálida luminosidad, y pensó en lo que ella le decía sobre su nombre: “Israel, el que combate con Dios”. Entonces, tuvo certeza. Era el Guasón. Se dio media vuelta levantando el machete sobre su cabeza y el Jerarca, sin creer lo que veía, intentó cubrirse con el brazo derecho, pero la descarga del primer machetazo se le incrustó en la muñeca, arrancándole la mano, la mano de Dios. Su grito fue terrible. Dos custodios y el Garrapata entraron en la habitación cuando Israel dejaba caer su segundo machetazo sobre el hombro del Jerarca que ya estaba en el suelo, hincado, sangrante. Ya no pudo dar el tercer machetazo porque una serie de fogonazos le incendiaron el pecho. Israel, mientras caía al suelo, quiso ver a la Morrita de los corazones por última vez, pero ya no estaba en esa habitación de luz escarlata y aire viciado, estaba afuera, flotando en la noche fresca, elevándose frente al Sangangüey, en cuya cima aparecía redonda la luminosidad plateada de la luna como una promesa de salvación. Pero pronto el resplandor lunar desapareció. Y después, la nada.