Me asignaron el libro número seis del catálogo de performance llamado Performagia. Empezaré por decir que el libro contiene una serie de textos de presentación escritos básicamente por performanceros. El texto de Pancho Casas es interesante y significativo porque su acercamiento al performance es una protesta con un objetivo definido: defender los derechos de los homosexuales y por ende los derechos humanos, y para ello pone en riesgo su integridad. Casas no se engolosina con la imagen del yo artista; protesta, y para hacerse ver crea formas de comunicación que llamen la atención. Hasta ahí el aporte.
En el resto de los textos las similitudes son constantes: autobiográficos, con descripciones detalladas de acciones y la autocomplaciente historia de que todo el mundo es artista desde chiquito. Hay un esfuerzo descomunal por justificar y explicar la existencia del performance, por establecer que es el arte de nuestro tiempo, que todas las acciones tienen sentido y que si alguien camina o se resbala por un tobogán está haciendo una reflexión filosófica sobre el cuerpo y el espacio. Uno de los textos, que se supone irónico, tampoco aborda con profundidad el fenómeno y termina como una alabanza. Los argumentos a los que recurren son un cúmulo de los lugares comunes usados con la pretención de validar una actividad que en los hechos se demuestra incapaz de sostenerse por sí sola.
El mito de la carne y la sangre
La tesis del cuerpo como herramienta ha llegado a tal extremo de mitificación que pareciera que las otras formas de creación son telepáticas y en ellas no participara la acción física. Aclaremos puntos: el performance no cambió la concepción del cuerpo; si algo ha desmitificado nuestra naturaleza son la ciencia y la filosofía. El marqués de Sade ha aportado más a la racionalización del cuerpo que toda la historia del performance junta; por eso las religiones han entorpecido al máximo la investigación científica y han censurado a Sade.
En el terreno del arte, el cuerpo siempre ha sido herramienta y objeto de estudio, tanto de representación como de trabajo. Somos únicamente cuerpo, todo lo que hacemos es a través de nuestro cuerpo. Su representación implica un involucramiento que se centra en la observación, la conciencia y la utilización. Lucian Freud no veía personas, veía cuerpos, su trabajo como pintor era esencialmente físico.
Este énfasis se desploma si además examinamos la historia humana. El castigo corporal es ejemplar porque tenemos conciencia del cuerpo, de su valor como propiedad única y universal, de la esencia que nos hace existir y ser. El cuerpo es un espacio real y simbólico que se maltrata, humilla, sacrifica, hiere, desde que tenemos presencia en este planeta. El castigo social es brutal, los colgados por homosexualidad en Irán, las mujeres musulmanas lapidadas, los terroristas con bombas en el cuerpo, los decapitados del narcotráfico, las procesiones religiosas, los latigazos de Semana Santa. En contraste, lo que podamos ver en un performance ni rebasa ni hace que tengamos conciencia de algo que todos sabemos, experimentamos y vemos. No hay novedades ni aportes. Que sea un acercamiento sin rigor no lo convierte en un acercamiento más osado.
El científico bipolar
En varios textos se afirma que el performance es una mezcla de ciencia exacta y arte. Se plantean novedades que en realidad no existen como tales. Si la ciencia rompe sus propios límites en la cirugía reconstructiva o la investigación celular, el performancero se injerta una oreja o unos senos de silicona. Es decir, algo sin trascendencia ni aportación científica, que además no enfrenta la responsabilidad del error científico. Su desfasada noción llega al extremo de citar las patológicas acciones de Orlan, que padece la enfermedad clínicamente llamada trastorno dismórfico corporal, o sea la adicción a cambiar la apariencia física entrando al quirófano tantas veces como la tarjeta de crédito lo permita. El vicio de Michael Jackson en Orlan es arte. Si de verdad quieren experimentar imiten la terrible experiencia, nada artística, de los mutilados de guerra y ampútense las piernas. Estas frivolidades únicamente sirven para tener un libro de Phaidon y una exposición en un museo del primer mundo.
Las acciones
Las acciones están sometidas a fronteras preconcebidas. Todas tienen una intención moral o una reflexión que justifica su resultado, y se dividen entre las que creen que el arte es una ong o es terapia de grupo, las que tratan de martirizar el cuerpo, las que imitan los programas de concurso o reality-shows, las de sexo decente y las de tareas cotidianas mínimas.
Entre la ONG y la terapia de grupo
El performance de Lorena Wolffer consiste en una encuesta como las que innumerables ong han realizado sobre violencia de género. La diferencia es que esta carece de la metodología y los objetivos que se exigen dentro de un marco de investigación científico-social. Ahora la pregunta es: ¿por qué su encuesta, que no plantea una hipótesis seria, es arte, y la de una ONG, realizada con la debida metodología, no es arte? Por el capricho del sistema del arte, porque ella lo decidió, porque los que eligieron su acción consideran que eso aporta algo, aunque no sepan qué. La lista de respuestas es inagotable.
Los performanceros como Wolffer abordan temas que se suponen de interés social o psicológico, banalizan los problemas y los llevan hasta el ridículo, infantilizan sus argumentos para enfatizar que son el punto de vista de inteligencias inmaduras o arte emergente. Así, los ataques del 11-s son avioncitos de papel, la problemática de los inmigrantes es convivir con una almohada, y cito: “robada de casa de la madre del artista”, como si ese dato fuera relevante en los resultados. En terapia pública alguien confiesa sus secretos, o se enreda en un tejido, y cito: “para hablar del encierro propio”.
El performance que no entrará en los récords guinness
La gran inspiración de muchas de estas acciones son los programas de concurso y los reality-shows en los que someten a pruebas absurdas y degradantes a los concursantes, quienes por pobreza o sed de fama se humillan para ganarse un premio. La televisión combate el aburrimiento con la explotación de fenómenos y esperpentos, y el performance encuentra virtudes artísticas en la zafiedad televisiva y la copia. La diferencia es que “la caja” se justifica con el rating y el performance se justifica en sus reflexiones. Si vemos en la televisión estas acciones o retos, les llamamos entretenimiento analfabeto o telebasura, pero si los vemos en el contexto de un festival artístico los tenemos que llamar arte. En este caso el premio es ser considerados artistas. Por ejemplo:
Alguien rueda sandías y le llama “actividad exhaustiva”, pero eso a mí me recuerda la prueba de los troncos locos en la televisión. Exhaustiva es la jornada normal de diez horas en una mina o en una fábrica de ladrillos. Paola Paz Yee se mantuvo en vigilia por 36 horas; si se trata de durar, les diré que el récord Guinness sin dormir lo tiene Randy Gardner y aguantó 264 horas. La artística acción de ponerse desodorante tampoco alcanza premio; el récord de ponerse perfume es de un litro y medio en una hora. Jesús Iberri, que pedaleó cuatros horas en una bicicleta fija, cae derrotado ante la marca mundial en Italia de 224 horas, 24 minutos. James Bonachea se mete en un tanque con agua por una hora, un reto minúsculo si lo comparamos con el del ruso que nadó durante una hora en un río congelado a menos 20°c o el de cruzar nadando el Canal de la Mancha o el Estrecho de Bering. Todas las acciones tienen una reflexión, y la de las sandías un texto largo de la concursante o performancera, en el que además se vanagloria de su esfuerzo.
Sin gratificación visual ni estética
Las primeras acciones que abordaron el sexo fueron las bacanales griegas y las orgías romanas. En el cine hemos visto todo tipo de escenas sexuales explícitas, y en internet el sexo se democratizó a tal punto que cualquiera puede ser actor de su propia película porno y subirla a la red. Así las cosas, ver una fiesta con gente desnuda o a alguien que se cose los genitales no aporta novedad ni crea nuevas fantasías, tan solo se suma a la cadena de repeticiones que además se queda corta con relación al patrón copiado. Pareciera que entrar en los límites de lo ilícito atemoriza u ofende a los performanceros.
Regocijémonos en el sufrimiento
El sufrimiento tiene dos vertientes: Uno es el que se padece por fatalidad y en este caso nos remite a las clases desprotegidas, a los grupos marginados. La pobreza provoca dolor, desde la falsa esperanza del que se martiriza para pedirle algo a un dios inexistente, hasta el que es víctima de una circunstancia social: en Egipto o en la India, a los niños les queman los ojos o los mutilan para que pidan limosna. La otra vertiente es la del dolor burgués, que coincide con lo dicho por Sartre en su Crítica de la razón dialéctica: “El burgués se somete a un sufrimiento que inventa, y lo ejerce en nombre de la no necesidad. Esta violencia corporal puede ser real o ficticia, lo importante es que sea pública”. Con esto demuestra que él también sufre y que falsamente se solidariza con la clase desprotegida. Caminar con un pie fracturado, como en el caso de Julián Higuerey, no es el martirio extremo de participar en una procesión religiosa, ni de vivir las mutilaciones de la India: es sufrimiento recreativo. El sufrimiento burgués de estos performances chantajea al espectador, nos impone solidarizarnos con una actividad ociosa, que ni de lejos alcanza el dolor real que inflige la sociedad.
La razón es ineficaz para la metafísica
La exaltación de la tarea sin objetivo: tejer, escuchar el propio corazón con un estetoscopio, pedir chile de puerta en puerta, caminar por una línea, romper libros (me imagino que siempre es mejor que leerlos), derretir un hielo con un soplete, escribir en una pizarra, meterse en una caja de cartón. Resulta que para el performance estas tareas tienen implicaciones artísticas por el hecho de realizarse en un entorno privilegiado y con apoyos institucionales; se respaldan en reflexiones para explicar que su simpleza es aparente y su búsqueda buena para la humanidad. Lo que signifiquen va más allá de la evidencia, su valor es una invención metafísica, no una realidad racional.
El performancero: ¿centro del arte?
El performance no abre brechas; se asienta en conquistas de otras disciplinas, investiga en obviedades y se queda en representaciones mínimas de fenómenos que no comprende. Los performanceros califican sus obras como experimentos que están revolucionando el arte y responden a nuestra época, pero las evidencias fotográficas y la información adjunta nada tienen que ver con la teoría. Las reflexiones se imponen de forma artificial para dar valor a obras que sin estos argumentos jamás podrían ser vistas como arte. Esta situación es generalizada, lo pude apreciar en todos los volúmenes del catálogo y en varios de los performances a los que asistí. Y también sucede con las estrellas internacionales. Presencié el show de Marina Abramovic en el MoMA, con su contingente de guardias de seguridad, su sueldo estratosférico de 1.000 dólares la hora y la simpleza de la acción: sentarse en el átrium del museo en los horarios para el público, mientras unos guardias expulsaban a los espectadores que miraran por más de unos segundos a performanceros desnudos. Esa es la naturaleza de tales acciones: transcurren en un espacio que las protege y que les permite desarrollarse sin el peligro de enfrentar al público. De este modo no alcanzan, por ejemplo, el nivel que tiene Greenpeace en sus múltiples protestas, cuyos miembros han llegado a colarse en el Parlamento Europeo aunque les toque pagar con prisión esos actos.
Conclusión
En este catálogo no hay un solo análisis del resultado de las obras; pareciera que todas son exitosas, que en todas se logró lo deseado. No se explica bajo qué criterios fueron seleccionadas. Lo que sí se tiene clarísimo es que quienes hacen esto son artistas y que cualquier acción realizada por el artista, desde masticar y escupir comida hasta llenar un vaso con tierra o pintar sus glúteos de colores, se transforma en arte. Esa arrogancia da como resultado una colección inusitada de clichés y simplezas elevados a un estatus que no les corresponde. Lo digo con claridad: estos performances no aportan ni al arte, ni a la experiencia estética. Son acciones sin provocación, políticamente correctas, con argumentos débiles para cuestionamientos fáciles; cargadas de propósitos morales e ideas de inspiración burguesa. Con esta cascada de buenos propósitos los performanceros evaden la responsabilidad de hacer arte con oficio. Un movimiento que surgió como rompimiento, y que no requería de comprensión, ha degenerado en obras que acumulan explicaciones y discursos alineados con el statu quo. Ninguna de estas manifestaciones demuestra talento, técnica, lenguaje o capacidad creadora. No arriesgan más de lo que la pornografía, los programas de concurso, los reality-shows de la televisión, las procesiones religiosas, la ciencia y las protestas sociales ya han arriesgado. Entonces, ¿por qué llaman a esto arte, por qué se autodenominan artistas y cómo pueden decir que este es el arte de nuestra época? Los espectadores merecemos más, merecemos que hagan cosas realmente trascendentales. Si, como dice Freud, “la repetición manifiesta el instinto de muerte”, estas acciones que se copian, se repiten, se desgastan, están anunciando la muerte del performance. Porque esto, el contenido de este catálogo, no es arte, y así como está ahora el performance, en general, tampoco es arte.
Tomado de: El Malpensante
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