Ya estaba cansada de ser premio Nobel y todavía no habían terminado de teclear la noticia.
Ya estaba cansada de ser premio Nobel y todavía no habían terminado de teclear la noticia. Desde el momento en que le comunicaron la buena nueva, ella decidió, como antes, en Oviedo, cuando le dieron el Príncipe de Asturias, activar su indiferencia ante la gloria. Le perturbaba que indagaran en su biografía, qué fue o qué hizo, para eso estaban los libros, que ya eran demasiados. Esa esquina en la que quería vivir ajena al oro de las letras era su casa alta y estrecha de Londres, y más precisamente la habitación más lejos de la hierba.
Doris LessingAhí se recluyó desde que logró zafarse de los editores que la querían juntar con periodistas. Desde que consiguió decir no a todo aquello se fue a vivir allá arriba, de modo que cuando llegamos a la casa y tocamos el timbre sentimos que nos respondía el vacío tremendo de una casa sin nadie. La puerta estaba abierta pero la entrada se hallaba obturada por cientos de cartas y telegramas, también había restos de flores y otros parabienes que ella fue dejando allí porque le daba pereza desplazarse desde aquel piso hasta la entrada de la calle. Finalmente dijo “suban” y fuimos hasta ella portando a cuatro manos aquella correspondencia. Ahora, tocada con el abriguito escaso y gris con que aparece en algunas fotos, ya era ella misma de cuerpo entero, con su boca fruncida, pero con sus ojos inteligentes e irónicos, cansada de parabienes pero dispuesta a cualquier cosa para que los visitantes se sintieran en su casa. Le dije que nuestro compañero Carlos Yárnoz tenía en su despacho del periódico una foto suya, y que a los que no la conocían le él decía de broma que aquella mujer era su madre. “La gente siempre me ve como su madre. ¡Os puedo adoptar!”, dijo riendo. Una madre. Hasta el punto que dispuso de paracetamol para uno de nosotros y nos ofreció todo tipo de milagros para que allí nos sintiéramos en casa.
¿Y ella cómo está? Ahí fue Doris Lessing en estado puro, con el mandoble que usaba para sus libros: “¿Me lo pregunta en serio? Pues le digo: tengo tos, una ligera diarrea y cistitis. Aparte de eso estoy muy bien, gracias”. Todo para ella entonces era estresante: las llamadas, las visitas. “Y además el gato está molesto”. De chica, cuenta, le molestaba que le hicieran cosquillas, que los adultos la manejaran y que la risa la dejara indefensa. Se revolvía de tal modo que la llamaban Tigger, el tigre que se desplaza a brincos en Winnie the Pooh. A ella no le gustaba ese mote; quizá ahora se revolvía contra las cosquillas de la fama, y eso la mantenía allá arriba, recluida, para sentirse dueña de su propia risa.
El Cuaderno Dorado, de Doris Lessing. PDF
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