Por los ojos, efectivamente, entraba el primer verso. Ellos fueron los supremos hacedores que iniciaron su tristeza
Enemigo de dudas religiosas, pero amigo de tinieblas terrenales, fue Ramón López Velarde en sus íntimos procesos de creación poética. Una amarga soledad y una inconsolada penumbra en que destacan las figuras y los recuerdos que han de ayudar al dibujado dintorno de su poesía, renacen cotidianamente evocadas al correr de sus trabajos literarios.
Su verso no fue regido sólo por insatisfacción, desilusión ante un mundo que ya hecho le resultó ajeno al mundo por él imaginado, sino que en la lucidez misma de su sentimiento, de donde arrancaba su poesía, López Velarde previó un desajuste que sólo podría ser salvado, desde la soledad en que se movió, con la presencia en carne y hueso de esa obsesiva compañera que, desde la muerte de Josefa de los Ríos -su inolvidable Fuensanta-, jamás cruzó el umbral de su imaginación.
En tinieblas vivía el hombre, de manera que la «zozobra», prefigurada y presentida en su primer libro, proviene en su conciencia de la angustia de estar solo; más claramente, de la amargura de vivir sin mujer, incompleto, preso dentro de su desolación:
Dios, que me ve que sin mujer no atino...
Porque en lo hondo de su espíritu la única compañía inseparable fue su propia soledad. De ahí que, cuando evoca la figura femenina, elogia algo que apenas podría manejar entre sus manos, habla casi siempre de una posibilidad, de una materia abatible por sus sentidos. La insatisfacción de sus originales deseos, la inviolable presencia de las doncellas que tanto recuerda y una muy precisa habilidad poética para ensalzar las formas agradables a sus ojos, cavaron en su alma el pozo que, entre lágrimas y rezos, fue su generoso compañero.
De ningún poeta nuestro siento tan cerca ese privado responso que a sí mismo se designa el poeta jerezano. Si la sensualidad significa sufrimiento, en Ramón López Velarde se complica y a la vez se castiga por una aspiración religiosa que le veda emplear diversas expresiones que no sean las puramente poéticas.
El florecimiento de esa vida sensual es disímil de la de Baudelaire, pues en éste correspondía en alguna forma al mundo que habitaba, en tanto que en Ramón López Velarde fue la hoguera que alimentó su propia fantasía. El súbito descubrimiento, o la revelación, de los dos signos del zodíaco que lo ordenan y desconciertan -el León y la Virgen- es la contradictoria convivencia que lo lleva hacia la «perseverancia sinónima de la vida». Lucha que habría de ser dominada por su inicial situación, tornándola a su ritmo normal, a ese impulso que llevaba al poeta a ser de nuevo el hombre cansado de esperar a la esposa que lo salvaría de su esterilidad. Al fin sus ímpetus se vuelven lágrimas y decepción. No hay ya el oleaje impelido por la fantasía, sino un desplome iluminado por las torpes vías de conocimiento que son los sentidos:
«Hoy mi tristeza no es tumulto, sino profundidad. No tormenta cuyos riesgos puedan eludirse, sino despojo inviolable y permanente del naufragio… Y la lumbre sensual quema mi desamparo, y la sonrisa cálida del astro incendia las sábanas mortuorias, y el rayo fiel calienta la intimidad de mi ruina.»
Pocas veces puso en práctica aquello de que, en su verso, se sintió capaz. Religión o timidez, el caso es que sólo evocaba la resignada contemplación de lo que pudo haber sido, el recuerdo de castas mujeres, de vírgenes identificadas con la substancia de la provincia. No fue prolijo, en cambio, al descubrir la justa realización de aquello que su deseo le exigía:
A tu virtud, mi devoción es tanta
si mi voto es que vivas dentro de una
virginidad perenne y aromática
Prolóngase tu doncellez
Ante tanta amada virtud supo a menudo que su existencia era paralela a la de la exigida mujer que podría haber hecho de él un hombre diferente:
Dos péndulos distantes
que oscilan paralelos
en una misma bruma
de invierno.
Es el discreto lamento de un hombre que, a la postre, quedó solo. Aunábase todo en la vida para comprobar aquel verso suyo: «Y pensar que pudimos»… Tal era la conclusión a que llegaba este medroso y nuevo David provinciano: «Cobardemente clamo, desde el centro de mis intensidades corrosivas.»
Abrumada ante un nugatorio presente que le negaba la realización de sus aspiraciones, la poesía de Ramón López Velarde se soporta en un persistente añorar la infancia en su provincia. Era una de las posibles expresiones de su defensa, del abrigo de sus necesidades. Un mundo infantil, lleno de aromas y de ruidos, invade su poesía, cubriendo su desamparo y su desesperación. Es la contraluz de su verdadera vida, la que transcurre entre los mortales. Por ello, cuando proyecta una visión poética del mundo, concibe preferentemente doncellas, castidad, limpieza en las conciencias.
En Zozobra hay una vuelta a los recuerdos y a las leyendas que en su familia se contaban. Aflora en su poesía la imagen de algún pariente, llegan a la memoria las personas más cercanas y las sensaciones que en su vida infantil le habían dejado su gente y su pueblo. La mujer misma, vista a través de esos recuerdos, no significa -como en el concepto bíblico- el Mal que ha de derribarlo en su castidad, sino la provinciana homogénea del Bien. Encontramos, de paso, una diferencia de actitud con el poeta de Las flores del mal. Baudelaire llevó su experiencia hasta los últimos reductos del ser. Luego supimos que, también él, era católico. López Velarde, en cambio, dejó las preocupaciones metafísicas en manos de la Iglesia Católica. En los momentos más comprometidos, su resolución no expresa dudas: la vuelta, contrito y resignado, al Cristo en quien cree, no la hace por medio de los sentidos ni por intermediarios ningunos, sino hablando directamente, con el temor en los labios:
Señor Dios Mío: no vayas
a querer desfigurar
mi pobre cuerpo, pasajero
más que la espuma del mar,
Pero cuando baja los ojos y mira en torno, todo asolado y en tinieblas, entonces las figuras femeninas, la plaza de su pueblo, el lejano baile, su interno drama «sentimental y cómico», cualquier imagen que sea útil en el poema, está evocada con la sensación que lleva implícita el mérito de la bondad y la virtud de la limpieza corporal y espiritual.
En esa salubridad de símbolos, la mujer – contenta «con el limpio daño de la virginidad» – no lo aleja de Dios, no es considerada su enemiga, sino sólo el medio más directo de comunicación con la tierra: «Yo sé que aquí han de sonreír cuantos me han censurado no tener otro tema que el femenino. Pero es que nada puede entenderse sino a través de la mujer.»
Ella era, poéticamente, el cristal por el que veía los problemas de los hombres. Si Dios estaba salvaguardado por su religión, la mujer le prestaba fantasía para mirar las cuestiones humanas. Él mismo llegó a afirmar que, ante su vida de «árabe sin hurí», siente cómo «vive conmigo no sé qué mujer invisible y perfecta», tal si en sí mismo reconciliara esa ausencia que fue la mayor fatiga de su vida. Esa funesta fatiga que le hizo exclamar, dichosamente:
…soy árabe sin cuitas
que siempre está de vuelta en la cruel continencia
del desierto, y que en medio de un júbilo de huríes,
las halla a todas bellas y a todas favoritas.
Como nota diferente de lo connatural a la poesía velardeana, en algunos versos de Zozobra se habla de placeres realizados. De aquello que en La sangre devota es sólo anuncio o deseo, en su segundo libro -y solamente en dos poemas- hallamos la velada confesión. Sin embargo, no abandona el característico tono sentimental, y la situación que continúa guardando frente a la vida sensual tampoco es muy variable. No es del todo claro lo que quiere expresar fatuamente cuando dice en el poema «Para el zenzontle impávido»: «Deploro su castidad reclusa y hasta le cedería uno de mis placeres.» En el fono, el hombre no pudo jamás sobreponerse al poeta.
En diversas expresiones de la poesía de Ramón López Velarde prevalece el sentido de la vista. No quiero decir que sea una poesía de luz y de color la suya, ni mucho menos regocijada por las formas bellas que ahí cruzan, sino que para López Velarde el acto de ver fue la ventana por donde entraba lo que habría de remover sus tinieblas. Miró con deseo y en el mirar detuvo el vuelo de sus otros sentidos. Desde su «viudo oscilar» vio el mundo frente a sus ojos, y en él aquélla que hubiera querido fuera barro para su barro y azul para su cielo.
Miraba solamente, pues parecía que la mujer le estaba vedada, como si fuera algo ajeno a sus impulsos, a la decisión de su fantasía. De ahí se precipita el choque entre lo que su pensamiento le proporciona y la contradictoria realidad en que se ha de mover.
El ambiente donde López Velarde creció no fue propicio a su mundo imaginativo: estuvo muy por debajo de sus dimensiones. Así lo provinciano, carácter temático de su espíritu, hecho entraña de su expresión poética, tuvo que ser por fuerza un signo dolorosamente casto.
A la provincia recurrió como hijo pródigo que no encuentra nada de lo soñado. La ciudad, en las brumas de su conciencia, era desilusión. Así también, cuando presiente que el camino no ha sido recorrido con justicia por su pie -como en el último poema de Zozobra– habla de regresar a su pueblo a postrarse ante Cristo, arrepentido de su imaginación y dueño de la idéntica tristeza que desde antes de salir le acompañaba:
Todo está de rodillas
y en el polvo las frentes;
mi vida es la amapola
pasional, y su tallo
doblégase efusivo
para morir debajo de sus ruedas.
Así era López Velarde, ese resignado hombre que consideraba malsana la violencia. En el poema anterior relata cómo habría de llegar de hinojos ante ese nuevo mundo que hacía tantos años ocupaba su fantasía: el mundo de la provincia. Vería nuevamente «las rosas de la plaza, los aros de los niños y los flecos de seda de los tápalos» y el mundo original entraría virgen por sus ojos.
Por los ojos, efectivamente, entraba el primer verso. Ellos fueron los supremos hacedores que iniciaron su tristeza:
Me impongo la costosa penitencia
de no mirarte en días y días,
porque mis ojos, cuando por fin te miren, se aneguen en tu esencia
como si naufragasen en un golfo de púrpura,
de melodía y de vehemencia.
Contemplándote, Amor, a través de una niebla
Al ver, con zozobra,
tus ojos…
En las postrimerías de su obra, es decir, de su vida misma -en el libro póstumo El son del corazón– se percibe un agotamiento expresivo que no reafirma la agilidad y la madurez de Zozobra . Había de ser «La suave Patria» (fechada el 24 de abril de 1921) el síntoma de un remozamiento en su poesía.
Su soledad, sus problemas interiores, la plenitud de la angustia, cobraban por medio de ese gajo de epopeya una nueva virtud efusiva. Con todo, regresaba a uno de sus postulados originales: «Suave Patria; tú vales por el río de las virtudes de tu mujerío».
En verdad este bello poema -compuesto con el gusto por la palabra y por la imagen- era un descanso para después volver, si la muerte no lo hubiera asaltado a tan temprana edad, a las tinieblas en que viajaba su vida de soltero. Existencia que en sí misma quemó lo más amargo de sus naves, estancadamente desesperada de no encontrar ese barro para su barro y aquel azul para su cielo. Porque «el soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza».
Tomado de: Academia.edu, cita como fuente:
Ramón López Velarde, Obra poética, ed. crítica coord. José Luis Martínez, Association Archives de laLittérature Latino-américaine, des Caraïbes et Africaine du XX Siècle-Fondo de Cultura Económica, Madrid-Barcelona-Lisboa-París-México y otros, 1998, pp 493-497 («Colección Archivos», 36). [Publicado originalmente en El Hijo Pródigo, núm. 39, México, 15 de junio de 1946, pp 145-148.]
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