Por: Fernando Martínez.
colgaba una bella cortina de plumaje negro, estaba abierta. El lugar era oscuro, casi maléfico, penetrado del humo que desprendía el incienso; solo parpadeaba la luz de seis candelabros repartidos entre las cuatro paredes. El hombre se encontraba en el centro de la sala, hincado con la frente sobre el piso, dentro de una especie de estrella con cinco puntas dibujada en carbón, con una vela roja encendida en cada una de las puntas.
Las mujeres no quisieron interrumpirlo, entraron sin hacer ruido, observando atentamente al joven brujo que aún no conocían. La mujer más joven clavó la mirada en un animal extraño, el cual colgaba del cuello en una de las paredes, al lado del cuadro de “El aquelarre”, mismo que era débilmente iluminado por uno de los candelabros. Le llamó la atención la pintura, embargándole una pesadez en el cuerpo que estuvo a punto de derrumbarla. Una gran cantidad de objetos sumamente extraños invadían el lugar; cántaros de barro negro, búhos disecados, libros de magia y hechicería, hierbas olorosas, gallinas negras en cajas de madera, fotografías de personas atravesadas con grandes espinas, tarántulas encerradas en frascos y una bolsa negra etiquetada con una cinta que decía “tierra del panteón de Belén”, entre otros objetos.
El hombre se levantó de su aposento, y como si tuviera conocimiento de la situación por la que pasaban las mujeres, le pidió a la más joven se recostara dentro de la estrella, con pies y brazos abiertos, y la cabeza recostada sobre uno de los puntos, sin tocar las velas, como formando la figura de la estrella, mientras la otra mujer se sentaba a tientas sobre un equipal.
El hombre encendió una vara, tomó un trago de alcohol y lo escupió en varias ocasiones en dirección al fuego, iluminando el lugar. Tomó unas hierbas y comenzó a “limpiar” con ellas el cuerpo de la mujer, mientras susurraba una especie de oración. La madre de la joven observaba todo con especial curiosidad. Al terminar el primer rito, le pidió a la mujer se pusiera de pie y se desnudara completamente, ante la mirada atónita de su madre. El brujo preparó un tipo de brebaje y se lo dio a tomar a la mujer, después tomó un par de huevos que había sobre una mesa de centro y comenzó a rozar con ellos lentamente cada parte del cuerpo de la joven, volvió a hacer lo mismo con un jabón aromático, después con una crema contra el mal de ojo y al final con un tizón de carbón que había puesto en sus labios, para dibujar en el cuerpo de la mujer el sendero que debían seguir los malos espíritus a su salida. La joven, extasiada, cayó al piso de manera sorpresiva.
Cuando despertó, la joven mujer se encontraba en la recámara de su casa, recordando vagamente aquellas imágenes entre las sombras, su madre entró a la recámara dándole los buenos días con una charola de comida en las manos. Detrás de ella entró el nuevo chofer de la familia, totalmente idéntico al joven brujo que la curaba de sus males dentro de sus sueños.
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