Romance de la infidelidad

Cuanto tenga que decirte
te lo dirán mis cantares,
porque de cuerpo presente
tal vez pudiera faltarte.

La herida está muy reciente,
aún está fresca la sangre,
y quizá tus ojos negros
que brillan como metales,
todavía tengan la fuerza
para volver a embrujarme.

Por ello es que te repito
el principio del Romance:
“cuanto tenga que decirte
te lo dirán mis cantares”.

¡Cuanto, cuanto nos quisimos!
Nuestra pasión fue tan grande
que para poder decirla
no es suficiente el lenguaje.

Nuestro amor no fue un secreto
que se oculte bajo llave,
testigos de nuestros besos
fueron el viento y la tarde,
fueron el sol y los pájaros,
fueron las bancas, los árboles,
y tu corazón y el mío,
que como inquietas torcaces,
palpitaron al unísono
la gloria de aquel romance.

Mas si tratamos acaso
de medir cual fue más grande
si tu pasión, o la mía,
eso por obvio se sabe.

Lo tuyo sólo capricho
y no amor puede llamarse,
porque fueron tus sentidos,
el llamado de tu sangre
y la fuerza de tu instinto
lo que al unirnos buscaste.

Tu pasión fue un torbellino
y fue, sin tregua, un combate,
un bacanal de caricias
y orgía de fieras salvajes,
mas saciado el apetito
y satisfecha tu hambre,
abandonaste la presa
igual que los animales.

Tu pusiste los sentidos,
yo, el corazón y la sangre,
tu el instinto y la materia,
yo el espíritu y la carne…
Yo me entregué sin reservas,
inocente e ignorante,
sin pensar en otra cosa
que no fuera el adorarte,
lo que se da en una vida,
yo te lo di en un instante.

Yo fui tu primer amor,
tu fuiste mi amor más grande,
y nuestras vidas en una
fundimos aquella tarde
en que el sol se fue rompiendo
como granada que se abre.

El blancor de tu vestido
hacía un hermoso contraste
con el bosque de tu pelo,
cascada negra azabache.

Yo estaba pálido y trémulo,
como hoja que mece el aire,
como un colegial nervioso
en víspera del examen,
y ahí, frente al sacerdote
que certificó el enlace
en la presencia de Cristo,
juramos en los altares
amarnos toda la vida,
querernos en todo instante…
Como un eco a nuestras voces
repitió el cura oficiante:
“hasta que Dios lo disponga
y la muerte los separe”.

En vano fue el juramento.
Todo quedó en esa frase,
no fue el destino inclemente
el que disolvió el enlace
pues la muerte no intervino,
ni Dios fue participante,
y sin embargo seguimos
ambos, dos puntos distantes.

Yo, con mi dolor a solas,
tu, del brazo de otro amante,
yo a refugiarme en mis libros,
tu sin duda a refugiarte
en las caricias de otro hombre,
buscando siempre insaciable
lo que en mis cándidos besos
jamás pudiste encontrarte.

¿Cuantos amores tuviste?
Fue cadena interminable
tu búsqueda de aventuras,
lujuria siempre constante,
buscando en bocas ajenas
lo que en mi boca no hallaste.

Han transcurrido los años,
hoy, vienes hecha un desastre
ya sin un amante en turno
que el oído te almibare,
la senectud prematura
quebró tu precioso talle
y ajó los pétalos frescos
de tu cara rozagante.

Pretendes que te perdone,
tu altivez ya no es la de antes…
vienes de nuevo a mi lado
como exhausto navegante
que busca un puerto tranquilo
después de las tempestades.

¿Con borrón y cuenta nueva
quieres que olvide el ultraje
y mis sueños hechos polvo
en forma ruin y cobarde?

¡No!, no quiero abrir la herida
de algo que ya está cerrándose,
no es por orgullo o soberbia
que me impidan perdonarte,
que a quién te quiso tan hondo,
Y a quién te adoró a lo grande
le resultaría sencillo
olvidar tus liviandades.

No quiero mirar tus lágrimas,
tengo miedo a perdonarte,
tengo temor, tengo pánico
que se caliente mi sangre,
no sea que al sentir tus ojos
expresivos y brillantes,
tengan fuerza suficiente
para volver a embrujarme.

Te dejo con los vecinos
los versos de este Romance
con la súplica angustiosa
que no vuelvas a buscarme.

Quiero en esta despedida,
decisión inquebrantable,
dejarte recuerdos gratos
de mi amor, que fue tan grande,
que compendió una existencia
en un brevísimo instante…

¡Que Dios perdone tu infamia,
nadie soy para juzgarte!

Octavio Campa Bonilla

 

Octavio Campa Bonilla
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