Por: Fernando Martínez.
Zapopan es una ciudad y uno de los cientoveinticinco municipios del estado de Jalisco, dice wikipedia; yo digo que es como una hermosa flor nocturna, misteriosa y simple, en medio de un colosal desierto.
Cuando me siento solo o vacio o con aires nostálgicos de inclemencia, salgo a caminar entre sus calles y callejones, en sus bares perfumados de jazz medianochados.
El centro de Zapopan tiene un virginal aroma de puta arrepentida, sus lámparas apagadas dejan brillar las estrellas en los camellones.
En las cenadurías de Zapopan se prostituyen las cebollas con el pozole, la birria, los tacos; el vapor oloroso de la comida se confunde entre los platos, las cervezas frías en los barrilles llenos esperan el tarro con una paciencia infinita.
Zapopan es una isla virgen preñada por el espíritu redentor de sus habitantes; una isla en medio de un desierto oceánico impalpable; isla que en la bóveda celeste se mira reflejada como una constelación de estrellas.
Zapopan, tierra de vírgenes perpetuas concebidas a mitad de un poema, nacidas para anidar en la impenetrable historia.
Cuando camino sin identidad, cuando camino sin mi mismo o ensimismado en alguna idea mediática, racista o malinchista; o cuando camino en medio del nihilismo existencialista que te deja la resaca; o cuando simplemente camino, frecuento la basílica de zapopan, cuna de nuestra fe antepasada.
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