Mi ángel de la guarda

por: Octavio Campa Bonilla

Apúrate m’ijo o se nos echa encima la noche.

Arrejunté los leños de la última carga, mientras mi tío Chalano se terciaba los bules del agua y la caguayana. Luego vino hacia mí, y haciendo palanca con una de sus piernas, las fuertes manos retrancaron los dos tercios de leña.

Yo me repetía aquel pensamiento del que estaba completamente seguro y por el que me sentía orgulloso: “No hay en el mundo entero un leñador tan bueno como Chalano”.

– ¡Andale, muchacho! que se nos hace tarde -volvió a decir la voz apremiante del viejo.

Eran catorce burros y que yo supiera, nadie en San Ignacio tenía tantos animales. Había que ver a Chalano abriendo monte para hacer leña. En un dos por tres tumbaba los árboles, y luego, a golpe de hacha, iba haciendo montones y montones, preparando las cargas.

Yo le ayudaba a juntar los palos, a recoger baraños pa’ calentar las gordas del bastimento, y a veces, hasta me dejaba prender la lumbre. Le ayudaba a cortar parán pa’ que comieran las bestias y cuando estaba de buenas, me permitía buscar nidos de codorniz.

Mi tío amaba su trabajo. Cualquiera que lo hubiera visto entregado a la tarea, se habría percatado de ello. Yo lo veía con la devoción profunda y sincera de mis escasos 10 años. Era el héroe de todas mis fantasías infantiles. El cuello de toro, los músculos poderosos, los ojos claros como ventanas abiertas al alba, y sobre todo, su sonrisa ancha y luminosa, como cielo estrellado.

Todos los veranos, al terminar las clases, mi madre “me prestaba” con el tío Chalano.

– ¡Ahí te lo encargo hermano! con todo y nalgas -decía ella- y luego, dirigiéndose a mí, añadía: Y tú, harás bien en portarte como Dios manda.

Yo, como igual que los plebes de mi edad, jugaba a ser hombre. Me imaginaba príncipe heredero de un rey de lejano y enigmático país y convertía el sitio más inverosímil en palacio. Una sábana era transformada por mi mente, en rica capa o elegantes ropajes; un palo era cetro, todo viejo cacharro reluciente, corona, y a la manera del ingenioso Hidalgo, salía montado en brioso corcel, que no era otra cosa que la inservible escoba que había rescatado del bote de la basura. Soñaba a suspirar y a extasiarme con la palidez de la luna.

Mi mente exaltada, cambiaba como por arte de magia, el chirriar desaforado de los grillos, en romántica serenata a las estrellas, donde sin duda, habitaban enamoradas doncellas en espera de su príncipe azul; y el aquelarre noctívago de los gatos despedazando tejados, era, según mi fantasía, el grito angustioso de infantes y princesas, atrapados por un ogro o despiadada bruja en las torres de algún castillo medieval.

– ¡Ya duérmete, muchacho! Déjate de estar pensando locuras -interrumpió la historia la voz del tío Chalano- ¡Acuérdate que mañana vamos a madrugar!

Con los últimos velos de la noche, Chalano dejaba la cama para disponer los arreos; enseguida encendía la lumbre para preparar el café; entre tanto, la tía Engracia molía nixtamal para las tortillas de la mañana.

Los primos eran ya personas mayores. Maximiliano, el primero, casado y con dos hijos, vivía en una ciudad de los Estados Unidos; Fernando, el mediano, que había terminado la carrera de abogado, trabajaba en la Liga de Comunidades Agrarias de Culiacán, y María Engracia, la más pequeña, era maestra rural en la escuela primaria de Los Humalles.

Entre mi dulce prima y yo, se estableció una corriente de mutua simpatía desde el primer momento en que nos conocimos. Era mi mejor amiga y el confidente más efectivo y amoroso de mis angustias infantiles.

El hilo de las imágenes fue roto con la nueva intervención del tío Chalano.

– ¡Ah que muchacho éste! Te quedas lelo mirando a la distancia, como el loco Jeremías… ¿Pos qué tanto piensas? ¡Despierta, hijo! Pareces menso con los ojos perdidos en no sé qué rumbo.

– ¿Decía usted, tío?

– ¡Ni siquiera me estás oyendo, muchacho condenado éste! ¡Ándale! ¡Vámonos ya, que no tarda en llover!

Y emprendimos el camino de regreso, con la voz potente de Chalano arengando a los burros cargados de leña.

El Colompo venía colmado, azotando su torrente contra las piedras y tarareando tonadas, a las que les hice segunda un buen trecho. Los burros, como sabían el camino de memoria, apuraron el paso y me dejaron atrás, como de costumbre.

Al pasar la higuera del “Ahorcado”, me estremecí sin comprender por qué. Había escuchado muchas veces platicar a los más viejos, la macabra historia de aquel árbol; y nunca sentí miedo, debido tal vez a que no creía en espantos ni en aparecidos. Muchas veces crucé por aquel paraje ya casi de noche y no experimenté jamás la aprehensión que ahora sentía. Ni siquiera el paso frente al panteón me sobresaltaba, pues en casa nos habían inculcado siempre que debíamos de temerle más a los vivos que a los muertos, ya que estos últimos estaban juzgados por la mano de Dios.

En la orilla de la vega de del doctor Echeagaray, se alzaba majestuosa una ceiba, y como treinta o cuarenta pasos antes de llegar a ella, comenzaron a caer las primeras gotas del chubasco que Chalano profetizara momentos antes.

Corrí a protegerme del aguacero al inmenso árbol, en cuya fronda se hallaban dos machos y una mula, guareciéndose también de la lluvia que empezaba a arreciar.

No habían transcurrido cinco minutos, cuando atisbé a un jinete que venía de Colompo con dirección a San Ignacio, y se detuvo frente a la ceiba diciendo:

– ¡Eh, muchacho! ¿No eres tú el hijo de la Yomita?

– ¡Sí señor! -respondí, castañeando los dientes de frío.

– ¿Y qué haces ahí?

– Estoy esperando que deje de llover para seguir mi camino.

– ¡Ah qué muchacho éste! Si estás hecho una sopa, ya para qué te cuidas. ¡Ándale, vámonos! -dijo con una voz imperiosa que no me atreví a replicar, y eché a caminar detrás de aquel hombre a quien no pude reconocer.

No había andado quinientos pasos con la lluvia y el viento azotándome, cuando una radiante luz me encegueció momentáneamente, y un estruendo espantoso cimbró la tierra. Creí que el suelo se abría a mis plantas, y caí de panza en un charco del que me levanté a traspiés y encandilado busqué al jinete al que no encontré por ningún lado.

Con el cuerpo aguado y todo tembloroso, seguí tropezando por el cerro de la mesa, y casi a rastras llegué a la casa de Chalano, donde todos estaban preocupados por mi tardanza, a extremo tal, que ya mi tío se aprestaba para ir a buscarme.

María Engracia, mi prima, me obligó a bañarme para evitar un resfriado y bien arropado me fui a dormir, no sin antes beberme dos jarros de rico atole de pinole humeante y espumoso.

Toda la noche tirité de frío y varias veces desperté sobresaltado, con las imágenes de aquella enceguecedora luz y el tronido ensordecedor.

Al día siguiente Chalano se fue al monte sin mí, y de regreso por la tarde, oí que le comentaba a mi tía Engracia:

– En la ceiba denque Echeagaray, cayó un rayo y mató tres remudas de del Ampelio Bastidas.

– ¡Jesús Bendito! -dijo mi tía- ¡Pobres animales!

– ¡Sí, pobres! -añadió él-. El árbol y las bestias quedaron convertidos en carbón.

Al oír aquello, el corazón me redobló en el pecho, y ya no quise platicar lo acontecido, por temor a un regaño.

Ocho o diez años más tarde, le confesé a mi madre aquel secreto, tan celosamente guardado tanto tiempo. Ella estaba doblando una ropa seca que recogió del tendedero; suspendió su labor, me tomó la cabeza entre sus tibias manos, y después de depositar con dulzura un beso en mi frente, exclamó con toda naturalidad una frase que muchos años antes ya había pronunciado:

– Eres muy afortunado hijo, era tu Ángel de la Guarda.

Le devolví la caricia, froté sus cabellos y salí a la calle muy reconfortado. Los bronces de la iglesia del Señor de la Ascensión, llamaban a misa y hacia allá encaminé mis pasos para dar gracias por tantas bendiciones recibidas.


 

Octavio Campa Bonilla
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