Cuando llegaban las aguas, San Ignacio se llenaba de trinos y de risas. Venían aparejados con la temporada de lluvias, los paseos a los arroyos, donde a diferencia del calor que a la sombra alcanzaba casi los cuarenta grados, el agua mordía de helada.
San Fermín, Tolosa, San Juan, Tacuitapa, Colompo, son nombres que los sanignacenses llevan clavados en el alma, y que su sola mención desata los suspiros y los mecanismos de la evocación.
Cuando llueve en San Ignacio, por la pendiente de las calles empedradas de nostalgias, serpentean arroyos recién nacidos, que después de empapar la tierra, van a abrazarse al río para continuar su viaje al océano, y ahí expirar después de haber entonado su hidrópica canción.
Los sábados y domingos desde muy temprano, los jóvenes eran los primeros en salir de excursión con rumbo a los arroyos, y aunque todos eran concurridos el preferido por la juventud era Colompo, tal vez por su cercanía al pueblo, y porque ambas márgenes del cauce estaban tapizadas con frondosos árboles, que además de proporcionar sombra y confort, se utilizaban para colocar hamacas y columpios, donde la chamacada retozaba divertida.
Esa tarde de agosto el Colompo estaba más murmurador que de costumbre. El agua fresca y cristalina daba tumbos en los remansos y besaba las piedras sedientas por aquel sol canicular.
Con las calmas de mayo los cardones se pintaron con el beso rojo de las pitayas y las vainas de los guamúchiles abrieron sus bocas mostrando los carnosos granos blancos y rosas en espera de ser devorados.
Luego junio con sus bochornos acabó por madurar los mangos y las ciruelas y todos los rincones se poblaron con la vocinglería de los pájaros.
El Colompo estaba esa abrasadora tarde de agosto más murmurador que nunca. Como si los millones de gotas contenidas en el cauce comentaran entre sí sus horas íntimas.
La historia de su fecundo amor por la tierra roja que por centurias besó a su paso y que, a riesgo de mirarla y mirarla, sabía de memoria el retrato de su rostro, fijo en las húmedas pupilas. El recuerdo inquietante de voluptuosas formas de sílfides que apaciguaron su ardor en su refrescante caudal en los prolongados ocasos del estío. Las pisadas de venados. El parloteo de loros y chachalacas. Los gemidos del viento y los suspiros ahogados de amantes en éxtasis.
Esa tarde el Colompo murmuraba más que de costumbre. De su cristalina corriente brotaban los lamentos y maldiciones de los ahorcados a quienes la furia revolucionaria cegó la existencia sin posibilidad de amparo. El ruido de la caballería con sus rechinantes cascos y a cuya vanguardia marchaba el intrépido Heraclio Berrnal “El Rayo de Sinaloa”, secundado por los gritos de libertad de sus alzados.
Languidecía la tarde y el Colompo presintiendo las sombras de la noche, arreció sus murmullos, que se elevaron al cielo como plegaria de sempiterno amor.
Para ir a los arroyos de San Fermín, Tolosa o San Juan, se tenía que cruzar el río Piaxtla que en época de aguas bogaba hinchado de bordo a bordo.
Era menester entregarse en manos de Santos Ríos, y aventurarse en su panga que sorteaba la brava corriente, y ponía a prueba la resistencia de los cables de acero, que del lado de San Ignacio se encontraban anclados a un pilote de concreto a la altura de las pilas de curtiduría, y que de la otra ribera, se aferraban a un sitio conocido como La Caimana en El Cantón.
Uno que otro intrépido se lanzaba al río para cruzarlo a nado, pero ello implicaba un riesgo tan grande, que sólo los muy osados se atrevían a realizarlo ante la expectación de amigos y curiosos.
Luego de arribar al Cantón después de las aventuras de la panga de Santos, la muchachada tenía que convencer a algún chofer para que los llevara en su camión al paseo elegido, haciendo cooperacha previa para gastos de combustible y propina para el conductor.
Eran dos los inconvenientes de esos paseos: el obstáculo del río Piaxtla, y la posibilidad de no encontrar transporte disponible. Por ello, era justificable y lógico, que los paseantes frecuentaran más el arroyo de Colompo al que se llegaba con relativo poco esfuerzo, pues bastaba trepar La Mesa, llegar al Camposanto, doblar a la izquierda y caminar por un callejón de aproximadamente quinientos metros y ya se encontraban en los frescos y cristalinos torrentes del Colompo.
Con la noche pisándole los talones, los paseantes regresaban a San Ignacio, convirtiendo el pueblo en una gigantesca tertulia donde “gallos” y serenatas se repetían en balcones y ventanas de las jóvenes sanignacenses, aunque muchas de las veces la serenata terminaba en frustración, cuando las “pollas” no se hallaban en el nido, sino en el salón de baile de Don Esteban Almaral, mejor conocido como “La Nanchi”, donde una sinfonola nuevecita tocaba los éxitos de moda.
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