A finales de los sesentas y principios de los setentas del siglo anterior, se estableció en San Ignacio un peluquero apellidado Flores. Llegó de algún pueblo del sureste huyendo de las autoridades, donde regenteaba una casa de apuestas clandestinas.
Los sanignacenses, expertos para ponerle apodos a propios y extraños, lo motejaron con el de “Naguas cáidas”, por el hecho de usar pantalones guangos, fajados por debajo de la cintura.
Pronto encontró quien le rentara un cuarto en el que montó la peluquería y su espíritu socarrón y alburero, apoyado en la mano liviana y hábil para cortar el cabello y rasurar las barbas de los piaxtleños, le confirieron popularidad, tanto en la cabecera municipal, como en los pueblos aledaños.
Pero la cabra siempre tira al monte. El peluquero volvió a las andadas y la barbería que funcionaba de día, a guisa del tango a media luz, por las noches se transformaba en un tugurio donde los naipes ocupaban el sitio de las tijeras y las navajas de afeitar.
El antro era un cuarto de tres por cuatro metros, sin ventanas y con una pequeña puerta de acceso, al que clandestinamente acudían los adoradores de Birján, y en donde de vez en cuando se jugaban grandes sumas de dinero, contando sino con la autorización, si con el disimulo de la autoridad, que se hacía de la vista gorda ante esta actividad prohibida por la Ley, ya que a la “jugada”, no sólo asistían los tahúres empedernidos, sino algunos connotados miembros de la sociedad sanignacense.
El “Chuyillo” Manjarréz, constantemente llegaba al lugar y con mucha seriedad los sermoneaba, diciéndoles que algún día el cielo los habría de castigar, por dedicarse a actividad tan perniciosa. Pero como era tan bromista todos lo tomaban a “chunga” y no le hacían el menor de los casos.
Tiempo después, obscurecía apenas y empezaron a llegar al “desplumadero” los ansiosos jugadores, dispuestos a pasar una noche de emociones encontradas en el póker, no contando con que el “Chuyillo” Manjarréz les tenía preparada una terrible sorpresa. Hizo su entrada y después del acostumbrado sermón, extrajo de entre sus ropas un cartucho de dinamita con una larga mecha, al tiempo que decía:
– ¡Dios nuestro Señor me ha encargado ser el Ángel Exterminador de este tugurio! ¡Con esta dinamita voy a vengar a tantos hogares, que muchas veces se han quedado sin comer por este incurable vicio de la jugada que ustedes tienen!
Encendió un cerillo, le dio fuego a la mecha, lanzó el cartucho y se fue rápidamente, convirtiendo aquello en una locura, porque los aterrados asistentes al querer ganar la salida se atropellaban por la angosta puerta, quedando al final del tumulto un saldo de varios descalabrados y dos fracturados, uno de una pierna y otro de un brazo.
El tal cartucho de dinamita nunca explotó, porque este era un pedazo de palo de escoba liado en papel de estraza y en el que sólo la mecha era de verdad.
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