Autor: Octavio Campa Bonilla

  • Tríptico para mi Madre muerta

    Tríptico para mi Madre muerta

    I

    Cuando perdí a mi madre, una vecina
    piadosa y diligente a mi quebranto,
    me dijo: llora, porque lava el llanto
    la pena, que al espíritu asesina.
    La flor vendrá en seguida de la espina
    y ese dolor al que hoy te aferras tanto
    será resignación, de nuevo el canto
    vendrá a tu corazón, que ahora está en ruinas.
    Repite el nombre de tu madre santa
    cuando te sientas sólo e inseguro
    con un tremendo nudo en la garganta.
    Cuando te doble ese dolor impuro
    recurre a Dios, sus alabanzas canta,
    y él te consolará, te lo aseguro.

    II

    Al mencionar tu nombre que es sagrado
    vibró con el vocablo el universo
    y desde el cielo, Dios musitó un verso
    que brotó de la herida en su costado.
    Fue tanto tu dolor, dolor callado,
    que en el arcano, de piedad inmerso,
    Dios bendijo tu amor, tu fe, tu esfuerzo
    y te ofreció un sitial junto a su lado.
    Al mencionar tu nombre, Madre mía,
    mi aflicción por tu ausencia se evapora
    convirtiendo mi pena, en alegría.
    Se volvió el corazón ave canora
    que silbó una exquisita melodía
    más luminosa que la misma aurora.

    III

    La mención de tu nombre trajo a mi alma
    una paz que jamás había sentido,
    ese dolor que tanto me ha dolido
    cesó de pronto y recobré la calma.
    Decir tu nombre, bálsamo que ensalma,
    fue recobrar la luz que había perdido,
    y al elevar mi espíritu vencido,
    restañé las heridas en el alma.
    Tu recuerdo será el mayor consuelo
    que me hará superar mis tardes grises
    pues hacerme feliz era tu anhelo.
    Y aunque duelen aún las cicatrices,
    sé que estás junto a Dios allá en el cielo
    y desde el firmamento me bendices.

    Octavio Campa Bonilla


    Foto: Piedad invertida o Madre muerta de la artista Marina Vargas, CAAM 2011

  • Aún te sigo queriendo

    Aún te sigo queriendo

    por: Octavio Campa Bonilla.

     

    Ayer hicieron veinte años
    de que un muro de silencio
    pusimos a nuestras vidas,
    y esperanzas, y proyectos,
    hubieron de marchitarse
    como hojas que arrastra el viento.

    Veinte años, una existencia,
    toda una vida en suspenso,
    fue tu orgullo y mi soberbia,
    fueron mi amor y tu miedo,
    mi maldita intransigencia
    y tus estúpidos celos,
    motivos más que sobrados
    para acabar con lo nuestro.

    Al año de la ruptura,
    en desesperado intento
    de olvidar nuestras desdichas,
    por impulso, sin quererlo,
    con verdaderos extraños
    unimos nuestros afectos,
    tú, tal vez por inconsciencia,
    yo, por insano despecho,
    queriendo como un iluso
    arrancarte del cerebro.

    Cada quién por su camino
    y ambos por rumbos opuestos
    sofocamos el amor,
    aquel hondo sentimiento
    que con tantas ilusiones
    albergaran nuestros pechos.

    Ayer hicieron veinte años,
    y este terrible secreto
    que me oprime el corazón
    como lápida de muerto,
    esta obsesión que guardé
    cual miserable usurero,
    abandonando las sombras
    rompe el muro del silencio,
    buscando expiar viejas culpas
    de este corazón soberbio.

    No se si a ti te suceda,
    Pero yo estoy muy enfermo…
    estoy enfermo de hastío,
    de melancolía, de miedo,
    estoy enfermo de angustia,
    de pesares, de recuerdos,
    de continuos sobresaltos
    que me robaron el sueño,
    y me tienen en el borde
    de un precipicio muy negro.

    Nadie sospecha siquiera
    la doble vida que llevo,
    saben mi gris existencia
    con días sosos y serenos
    y conocen la rutina
    de mis horas de sosiego,
    mas no imaginan siquiera
    de penumbra, los momentos,
    mis ratos meditabundos,
    el espacio que reservo
    como esos viejos baúles
    de doble compartimiento

    Mi mal, por así llamarlo,
    no puede curarlo un médico
    ya que debe sus orígenes
    a tanto guardar silencio…
    por que es menester que sepas
    que yo te sigo queriendo
    con más ímpetu que entonces,
    aunque ahora mi secreto
    sólo lo sepan: el mar,
    el sol, la luna y el viento,
    los árboles, las estrellas,
    y mi loco pensamiento.

    Eres aun la razón
    por la que sigo viviendo,
    dueña y señora absoluta
    de todos mis pensamientos
    presides largos insomnios
    en los que finjo que duermo,
    y cada fin de semana,
    con diferente pretexto
    abandono la rutina
    para adorar tu recuerdo.

    Cada año, por estas fechas
    releo los viejos versos
    con los que unidos vibramos
    en romántico embeleso,
    recorro de nueva cuenta
    los sitios que eran tan nuestros:
    el parque, la banca aquella,
    el atrio, el añoso cedro
    en cuyo tronco grabamos
    nuestro nombres en secreto.

    Todos los aniversarios
    el mutismo es mi elemento,
    solos yo y la soledad,
    palabra que no tiene eco,
    rito anual en que con ansia
    mis fantasmas desentierro
    para volver a vivir
    la gloria de instantes muertos,
    en un acto masoquista
    donde me sabe el tormento.

    Ayer hicieron veinte años
    de que en un arranque necio
    nos regresamos las cosas,
    inapreciables objetos
    testimonios de un amor
    que dijimos sería eterno.

    Yo te devolví tus cartas,
    un arete, dos pañuelos,
    un osito de peluche,
    un libro, un mechón de pelo,
    una pluma, un abrelatas,
    y algo mas que no recuerdo.

    Tu en cambio me regresaste
    la sortija, el guardapelo,
    dos muñecas, la polvera,
    un retrato, un cenicero,
    unos discos, unas cartas,
    y un gran manojo de versos.

    Bendita la necedad
    que nos hizo devolvernos
    todas estas bagatelas
    que desde entonces venero
    como reliquias, y guardo
    en absoluto secreto.

    Veinte años con la obsesión
    y apenas hoy lo confieso,
    mi amor, lo mismo que el vino
    que madura con el tiempo,
    con el paso de los años
    tiene el sabor de lo añejo.

    Pero a pesar de la fuerza
    con que te sigo queriendo
    mi amor raya en lo sublime,
    porque renunció hace tiempo
    a convertir en innoble
    la idialidad de su sueño.

    Sin embargo era preciso
    que supieras mi secreto:
    mi gloria ha sido quererte,
    el no tenerte mi infierno,
    mi pecado fue el amor,
    muy alto ha sido su precio…
    ayer hicieron veinte años,
    y aun te sigo queriendo.


    Octavio Campa Bonilla

    Abril de 1984

  • Herencia

    Herencia

    Para mis hijos, y para los hijos de los padres y madres que se identifiquen con el texto.

     

    por: Octavio Campa Bonilla.

     

    La herencia que te dejo
    vale más que el dinero;
    te heredo la fortuna
    de buscar la verdad,
    el tesón y el coraje
    de intentar ser primero,
    y la enorme riqueza
    que entraña la humildad.

    Sólo quiero que sepas
    que me iré satisfecho
    cuando el cielo disponga
    mi tránsito final;
    cumplí mis compromisos,
    exigí mis derechos,
    y fui con mis principios
    congruente, y siempre leal.

    Hijo: quiero pedirte
    seas mas que justo, bueno,
    humilde en la victoria,
    firme en la adversidad,
    en la alegría: juicioso,
    en el dolor: sereno,
    y que nada interrumpa
    tu generosidad.

    A cualquier circunstancia
    pon tu mejor sonrisa,
    predica con tu ejemplo
    lo que quieras cambiar,
    es mejor paso a paso
    que caminar deprisa,
    y si acaso tropiezas
    vuélvete a levantar.

    Invencible tu espíritu
    será con la templanza,
    pues ella te hace inmune
    al fracaso y dolor;
    si el camino se angosta
    tú, mira a lontananza,
    no pierdas nunca, nunca,
    ni sueños, ni esperanza,
    que al lado de la espina
    siempre se halla la flor.

    Te heredo, de igual forma
    la vida que ahora tienes,
    que tu Madre y tu Padre
    forjamos con amor;
    son tuyos, hijo mío,
    todos mis parabienes,
    y un solo compromiso:
    ¡Vivirla con honor!


    Octavio Campa Bonilla

  • Romance de Doña Elvira y de Don Rodrigo

    Romance de Doña Elvira y de Don Rodrigo

    por: Octavio Campa Bonilla

     

    Romance dos amores

     

    Este romance es el fruto
    de un lamentable suceso,
    de un amor infortunado
    que se consumió en el fuego
    por el pecado de amarse
    desafiando al mundo entero.

    Fue la calle de Alcalá
    el escenario siniestro
    en donde la inquisición
    condenó a morir al fuego
    a doña Elvira Montijo
    Baldepeñas y Escudero,
    y a don Rodrigo Castillo,
    marqués de Villavicencio.

    Tiene la calle Alcalá
    el honroso privilegio
    de ser la calle más larga
    del Madrid, que con el tiempo
    dejó de ser recoleta
    ciudad, gracias al empeño
    de don Felipe Segundo,
    que abandonando Toledo
    la convirtió en capital
    de su bastísimo imperio.

    La calle encierra una historia
    que no es leyenda ni cuento,
    de un romance que ocurrió
    dos siglos ha de este tiempo.

    Fue así que ayer por la tarde,
    con un crepúsculo incierto,
    por la calle de Alcalá
    que guarda tantos recuerdos,
    eché a caminar mis pasos
    para escribir estos versos.

    En Puerta del Sol principia,
    que todo tiene un comienzo,
    el amor desventurado
    de dos seres, que el infierno
    encontraron en la tierra
    después de amarse en secreto.

    Doña Elvira de Montijo
    Baldepeñas y Escudero,
    de abigarrado linaje,
    casó con don Blas Cisneros
    Peralta y Olivarría,
    conde de Portocarrero.

    Después de cinco almanaques
    y sin prole de por medio
    aquella unión se fue a pique,
    y aunque siguieron viviendo
    ambos en la misma casa,
    ya no fue en el mismo lecho,
    y el amor se consumió
    entre sombras y silencio.

    En Puerta del Sol vivía
    por la calle Mesoneros
    don Rodrigo del Castillo
    de Badajóz, extremeño
    que en Madrid unió su vida
    con doña Luz de Sotelo,
    ambos de familias nobles,
    de esas de rancio abolengo.

    Tampoco tuvieron hijos,
    en vez de familia, el tedio
    fue el que creció en esa casa,
    mientas el amor, huyendo
    se escapó por la ventana
    ante tal aburrimiento.

    Doña Elvira de Montijo
    de dulce temperamento,
    tornose agria y taciturna
    con el transcurso del tiempo;
    siendo monseñor Manrique
    confesor y consejero
    de aquella virtuosa dama,
    le sugirió que su tiempo
    lo empleara en obras piadosas
    buscando entretenimiento.

    Don Blas Cisneros, su esposo,
    estuvo en total acuerdo,
    y fue así que doña Elvira
    a partir de ese momento,
    fue por Madrid prodigando
    ternura, amor y consuelo.

    Quiso el destino que un día
    se produjera el encuentro…
    don Rodrigo y doña Elvira
    cruzaron por un momento
    sus miradas, suficiente
    para que un amor intenso
    surgiera en sus corazones
    sin ninguno pretenderlo.

    Plaza del Sol, escenario
    de aquel amor, que en silencio
    como calor en verano
    siguió creciendo y creciendo.

    Primero fue una mirada,
    más tarde una frase, y luego
    un roce disimulado,
    después a distancia un beso
    y un suspiro apasionado
    que se disolvió en el viento.

    Plaza del Sol y el Retiro,
    camino de ida y regreso,
    doña Elvira en una acera,
    don Rodrigo al otro extremo
    de la calle de Alcalá,
    en cotidiano paseo
    con miradas a hurtadillas,
    jamás se dieron un beso,
    pero aquel amor prohibido
    siguió creciendo y creciendo.

    Sobre los números pares
    doña Elvira hace el paseo
    desde la Puerta del Sol
    hasta el Prado y Recoletos.

    Frente a Puerta de Alcalá
    entra al Retiro en silencio,
    y después entre suspiros
    y sonrisas, el regreso.

    La ruta de don Rodrigo
    era por el lado izquierdo
    de la calle de Alcalá,
    hasta el singular paseo
    de ese parque del Retiro,
    ida y vuelta, pensamientos
    y ojos puestos en su amor
    tan vedado como eterno
    de la dulce doña Elvira
    Baldepeñas y Escudero.

    En un rincón apartado
    del Retiro había un abeto
    donde intercambiaban cartas
    cuando el sol se iba metiendo
    los domingos por la tarde,
    era su lugar secreto.

    El marqués, su manuscrito
    dejaba al pie del abeto,
    doña Elvira lo tomaba,
    dejaba el suyo, y partiendo
    regresaba don Rodrigo
    y tomaba el papel presto.

    Y ambos, en rumbos distantes
    solían devorar los textos
    repujados de promesas
    de amor, y de juramentos.

    Doña Luz cayó en sospecha,
    el raro comportamiento
    de su esposo era un enigma
    que le había robado el sueño.

    ¿Que le ocurría a don Rodrigo
    que todo el día pasa inquieto,
    pero en las tardes de prisa
    sale, y regresa sonriendo?
    ¡Sin duda tiene una amante!
    dijo para sus adentros,
    dando cobijo en el alma
    al fantasma de los celos.

    En casa de doña Elvira
    singulares pensamientos
    hacían ronda por la mente
    del conde don Blas Cisneros.

    Con mi mujer suspirando
    hecha un manojo de nervios
    en el transcurso del día,
    y esos extraños paseos
    las tardes, sin faltar una,
    y ya casi anocheciendo
    volver con una sonrisa
    luminosa como el cielo,
    aquí hay algo que no cuadra
    dijo el esposo colérico.
    Algo esconde doña Elvira
    pensó el conde de Cisneros.
    Lo mismo cruzó en la mente
    de doña Luz de Sotelo
    con relación a su esposo,
    fue entonces que decidieron
    vigilar a sus parejas
    y develar el misterio.

    Doña Luz tenía una amiga
    compañera de colegio,
    solterona y amargada,
    llena de resentimientos,
    a la que le dio el encargo
    de vigilar en secreto
    los pasos de su marido,
    y don Blas, a su escudero
    le confirió la misión
    de su dama ir al acecho.

    Absortos en su ilusión
    los amantes no advirtieron
    que el destino se cernía
    inexorable sobre ellos,
    y siguieron la rutina
    del cotidiano paseo,
    y la tarde del domingo
    intercambiaron sus textos.

    La amargada solterona,
    así como el escudero
    que estuvieron siempre alertas
    se percataron de aquello;
    ella fue con doña Luz,
    con su amo, fue el escudero,
    y los dos a su manera
    refirieron el suceso.

    La semana perezosa
    trascurre, los días van lentos,
    doña Elvira y don Rodrigo
    no presienten que su juego
    de amor tendrá ese domingo
    un desenlace funesto.

    Están muy cerca de allí
    los intrusos, al acecho
    de los dos enamorados
    que no reparan en ellos.

    Don Rodrigo llega al sitio,
    deja el sobre y marcha lento
    a esperar que doña Elvira
    lo tome y deje su pliego.

    No se dio cuenta el marqués
    que su carta, el escudero
    la lleva a casa del conde,
    y lo mismo por supuesto
    ocurre con doña Elvira,
    su carta sufre un secuestro
    y va a parar a las manos
    de doña Luz de Sotelo.

    Cada domingo en las cartas
    jurábanse amor eterno
    con palabras encendidas
    por ese amor que era fuego.

    Don Rodrigo repetía
    cada vez con más empeño
    en su semanal misiva:
    “Doña Elvira: estoy dispuesto
    a morir por este amor,
    tan profundo y tan inmenso,
    que aunque el mismo Dios se oponga
    yo la seguiré queriendo
    después de llegar la muerte
    porque mi amor es eterno.

    Doña Elvira respondía:
    “Don Rodrigo, lo que siento
    por vos es indescriptible,
    tan glorioso es, tan intenso,
    que no me arredra que el mundo
    Me satanice, y si el cielo
    se opusiera a nuestro amor,
    yo lo seguiré queriendo.

    Esas frases inflamadas
    al sacarse de contexto
    fueron pruebas concluyentes
    que usaron como argumentos
    los furiosos detractores,
    para condenar al fuego
    a doña Elvira Montijo
    Baldepeñas y Escudero,
    y a don Rodrigo Castillo
    marqués de Villavicencio,
    por ser aliados del diablo,
    por herejes, por blasfemos,
    y por desafiar a Dios
    y a su santísimo reino.

    Fue la calle de Alcalá
    el escenario siniestro
    en donde la inquisición
    condenó a morir al fuego
    a esos dos enamorados,
    que en la hoguera repitieron
    con gritos desgarradores
    el amor que se tuvieron.

    Doña Elvira de Montijo
    A gritos rompió el silencio:
    “¡don Rodrigo: no desmaye,
    que aún lo sigo queriendo!
    ¡Yo lo amé con amor puro!
    lo amé en el primer momento
    en que vi sus ojos limpios,
    y ahora que me estoy muriendo
    con esta terrible muerte
    que la injusticia ha dispuesto,
    ¡lo sigo amando marqués!
    y juro ante el Padre Eterno
    que lo amaré en la otra vida
    y lo esperaré en el cielo“.

    Don Rodrigó respondió
    con potente voz de trueno:
    “¡no desmayo Doña Elvira,
    pues la intensidad del fuego
    no es más grande que el amor
    que por vuestra merced siento!
    yo se que Dios es muy justo
    y se que no está de acuerdo
    con la terrible condena
    que sus ministros nos dieron,
    por la justicia divina
    Se que la veré en el cielo…”

    “Pero… ¡escuchad Doña Elvira
    si Dios que es justo y es bueno
    condenara nuestro amor,
    juro que después de muerto
    he de amarla sin medida
    en el mismísimo infierno!”

    Esta historia verdadera
    me la contó un extremeño
    al final del dos mil seis,
    referírselas en verso
    ha sido mi aportación
    apegándome a los hechos.

    Sin embargo he de agregar
    que a dos siglos del suceso
    en la ciudad de Madrid
    las voces se dividieron
    muchos están a favor
    de los amantes eternos,
    pero hay quienes los acusan
    de herejes y de adulterio.

    Unos creen que Doña Elvira
    y Don Rodrigo, en el cielo
    tienen su nido de amor
    merced a sus sufrimientos,
    pues Dios misericordioso
    de la gloria el privilegio
    por su amor infortunado
    les ha dado como premio.

    Pero hay en contrapartida
    quienes con criterio opuesto
    piensan que Elvira Montijo
    Baldepeñas y Escudero
    y Don Rodrigo Castillo,
    marqués de Villavicencio
    tienen su nido de amor
    en el fondo del infierno.


    Madrid, España, diciembre 27 de 2006

    Octavio Campa Bonilla


     

  • Procuraré recordarla

    Procuraré recordarla

    Coplas de Campa Bonilla

     

    Te voy a hacer una copla
    que haga nido en tus entrañas,
    me dijiste aquella tarde
    en que el sol agonizaba.

    Y yo, que soy descreído
    dije viéndote a la cara:
    “dime tu copla, chiquilla,
    procuraré recordarla”.

    La copla que prometiste
    cuando el sol agonizaba,
    hoy la llevo bien prendida
    como clavo en mis entrañas.