por: Octavio Campa Bonilla
Romance dos amores
Este romance es el fruto
de un lamentable suceso,
de un amor infortunado
que se consumió en el fuego
por el pecado de amarse
desafiando al mundo entero.
Fue la calle de Alcalá
el escenario siniestro
en donde la inquisición
condenó a morir al fuego
a doña Elvira Montijo
Baldepeñas y Escudero,
y a don Rodrigo Castillo,
marqués de Villavicencio.
Tiene la calle Alcalá
el honroso privilegio
de ser la calle más larga
del Madrid, que con el tiempo
dejó de ser recoleta
ciudad, gracias al empeño
de don Felipe Segundo,
que abandonando Toledo
la convirtió en capital
de su bastísimo imperio.
La calle encierra una historia
que no es leyenda ni cuento,
de un romance que ocurrió
dos siglos ha de este tiempo.
Fue así que ayer por la tarde,
con un crepúsculo incierto,
por la calle de Alcalá
que guarda tantos recuerdos,
eché a caminar mis pasos
para escribir estos versos.
En Puerta del Sol principia,
que todo tiene un comienzo,
el amor desventurado
de dos seres, que el infierno
encontraron en la tierra
después de amarse en secreto.
Doña Elvira de Montijo
Baldepeñas y Escudero,
de abigarrado linaje,
casó con don Blas Cisneros
Peralta y Olivarría,
conde de Portocarrero.
Después de cinco almanaques
y sin prole de por medio
aquella unión se fue a pique,
y aunque siguieron viviendo
ambos en la misma casa,
ya no fue en el mismo lecho,
y el amor se consumió
entre sombras y silencio.
En Puerta del Sol vivía
por la calle Mesoneros
don Rodrigo del Castillo
de Badajóz, extremeño
que en Madrid unió su vida
con doña Luz de Sotelo,
ambos de familias nobles,
de esas de rancio abolengo.
Tampoco tuvieron hijos,
en vez de familia, el tedio
fue el que creció en esa casa,
mientas el amor, huyendo
se escapó por la ventana
ante tal aburrimiento.
Doña Elvira de Montijo
de dulce temperamento,
tornose agria y taciturna
con el transcurso del tiempo;
siendo monseñor Manrique
confesor y consejero
de aquella virtuosa dama,
le sugirió que su tiempo
lo empleara en obras piadosas
buscando entretenimiento.
Don Blas Cisneros, su esposo,
estuvo en total acuerdo,
y fue así que doña Elvira
a partir de ese momento,
fue por Madrid prodigando
ternura, amor y consuelo.
Quiso el destino que un día
se produjera el encuentro…
don Rodrigo y doña Elvira
cruzaron por un momento
sus miradas, suficiente
para que un amor intenso
surgiera en sus corazones
sin ninguno pretenderlo.
Plaza del Sol, escenario
de aquel amor, que en silencio
como calor en verano
siguió creciendo y creciendo.
Primero fue una mirada,
más tarde una frase, y luego
un roce disimulado,
después a distancia un beso
y un suspiro apasionado
que se disolvió en el viento.
Plaza del Sol y el Retiro,
camino de ida y regreso,
doña Elvira en una acera,
don Rodrigo al otro extremo
de la calle de Alcalá,
en cotidiano paseo
con miradas a hurtadillas,
jamás se dieron un beso,
pero aquel amor prohibido
siguió creciendo y creciendo.
Sobre los números pares
doña Elvira hace el paseo
desde la Puerta del Sol
hasta el Prado y Recoletos.
Frente a Puerta de Alcalá
entra al Retiro en silencio,
y después entre suspiros
y sonrisas, el regreso.
La ruta de don Rodrigo
era por el lado izquierdo
de la calle de Alcalá,
hasta el singular paseo
de ese parque del Retiro,
ida y vuelta, pensamientos
y ojos puestos en su amor
tan vedado como eterno
de la dulce doña Elvira
Baldepeñas y Escudero.
En un rincón apartado
del Retiro había un abeto
donde intercambiaban cartas
cuando el sol se iba metiendo
los domingos por la tarde,
era su lugar secreto.
El marqués, su manuscrito
dejaba al pie del abeto,
doña Elvira lo tomaba,
dejaba el suyo, y partiendo
regresaba don Rodrigo
y tomaba el papel presto.
Y ambos, en rumbos distantes
solían devorar los textos
repujados de promesas
de amor, y de juramentos.
Doña Luz cayó en sospecha,
el raro comportamiento
de su esposo era un enigma
que le había robado el sueño.
¿Que le ocurría a don Rodrigo
que todo el día pasa inquieto,
pero en las tardes de prisa
sale, y regresa sonriendo?
¡Sin duda tiene una amante!
dijo para sus adentros,
dando cobijo en el alma
al fantasma de los celos.
En casa de doña Elvira
singulares pensamientos
hacían ronda por la mente
del conde don Blas Cisneros.
Con mi mujer suspirando
hecha un manojo de nervios
en el transcurso del día,
y esos extraños paseos
las tardes, sin faltar una,
y ya casi anocheciendo
volver con una sonrisa
luminosa como el cielo,
aquí hay algo que no cuadra
dijo el esposo colérico.
Algo esconde doña Elvira
pensó el conde de Cisneros.
Lo mismo cruzó en la mente
de doña Luz de Sotelo
con relación a su esposo,
fue entonces que decidieron
vigilar a sus parejas
y develar el misterio.
Doña Luz tenía una amiga
compañera de colegio,
solterona y amargada,
llena de resentimientos,
a la que le dio el encargo
de vigilar en secreto
los pasos de su marido,
y don Blas, a su escudero
le confirió la misión
de su dama ir al acecho.
Absortos en su ilusión
los amantes no advirtieron
que el destino se cernía
inexorable sobre ellos,
y siguieron la rutina
del cotidiano paseo,
y la tarde del domingo
intercambiaron sus textos.
La amargada solterona,
así como el escudero
que estuvieron siempre alertas
se percataron de aquello;
ella fue con doña Luz,
con su amo, fue el escudero,
y los dos a su manera
refirieron el suceso.
La semana perezosa
trascurre, los días van lentos,
doña Elvira y don Rodrigo
no presienten que su juego
de amor tendrá ese domingo
un desenlace funesto.
Están muy cerca de allí
los intrusos, al acecho
de los dos enamorados
que no reparan en ellos.
Don Rodrigo llega al sitio,
deja el sobre y marcha lento
a esperar que doña Elvira
lo tome y deje su pliego.
No se dio cuenta el marqués
que su carta, el escudero
la lleva a casa del conde,
y lo mismo por supuesto
ocurre con doña Elvira,
su carta sufre un secuestro
y va a parar a las manos
de doña Luz de Sotelo.
Cada domingo en las cartas
jurábanse amor eterno
con palabras encendidas
por ese amor que era fuego.
Don Rodrigo repetía
cada vez con más empeño
en su semanal misiva:
“Doña Elvira: estoy dispuesto
a morir por este amor,
tan profundo y tan inmenso,
que aunque el mismo Dios se oponga
yo la seguiré queriendo
después de llegar la muerte
porque mi amor es eterno.
Doña Elvira respondía:
“Don Rodrigo, lo que siento
por vos es indescriptible,
tan glorioso es, tan intenso,
que no me arredra que el mundo
Me satanice, y si el cielo
se opusiera a nuestro amor,
yo lo seguiré queriendo.
Esas frases inflamadas
al sacarse de contexto
fueron pruebas concluyentes
que usaron como argumentos
los furiosos detractores,
para condenar al fuego
a doña Elvira Montijo
Baldepeñas y Escudero,
y a don Rodrigo Castillo
marqués de Villavicencio,
por ser aliados del diablo,
por herejes, por blasfemos,
y por desafiar a Dios
y a su santísimo reino.
Fue la calle de Alcalá
el escenario siniestro
en donde la inquisición
condenó a morir al fuego
a esos dos enamorados,
que en la hoguera repitieron
con gritos desgarradores
el amor que se tuvieron.
Doña Elvira de Montijo
A gritos rompió el silencio:
“¡don Rodrigo: no desmaye,
que aún lo sigo queriendo!
¡Yo lo amé con amor puro!
lo amé en el primer momento
en que vi sus ojos limpios,
y ahora que me estoy muriendo
con esta terrible muerte
que la injusticia ha dispuesto,
¡lo sigo amando marqués!
y juro ante el Padre Eterno
que lo amaré en la otra vida
y lo esperaré en el cielo“.
Don Rodrigó respondió
con potente voz de trueno:
“¡no desmayo Doña Elvira,
pues la intensidad del fuego
no es más grande que el amor
que por vuestra merced siento!
yo se que Dios es muy justo
y se que no está de acuerdo
con la terrible condena
que sus ministros nos dieron,
por la justicia divina
Se que la veré en el cielo…”
“Pero… ¡escuchad Doña Elvira
si Dios que es justo y es bueno
condenara nuestro amor,
juro que después de muerto
he de amarla sin medida
en el mismísimo infierno!”
Esta historia verdadera
me la contó un extremeño
al final del dos mil seis,
referírselas en verso
ha sido mi aportación
apegándome a los hechos.
Sin embargo he de agregar
que a dos siglos del suceso
en la ciudad de Madrid
las voces se dividieron
muchos están a favor
de los amantes eternos,
pero hay quienes los acusan
de herejes y de adulterio.
Unos creen que Doña Elvira
y Don Rodrigo, en el cielo
tienen su nido de amor
merced a sus sufrimientos,
pues Dios misericordioso
de la gloria el privilegio
por su amor infortunado
les ha dado como premio.
Pero hay en contrapartida
quienes con criterio opuesto
piensan que Elvira Montijo
Baldepeñas y Escudero
y Don Rodrigo Castillo,
marqués de Villavicencio
tienen su nido de amor
en el fondo del infierno.
Madrid, España, diciembre 27 de 2006
Octavio Campa Bonilla